Como un río largo y sinuoso, la vida se escapaba sin poder retomar los hábitos. No moríamos, no podíamos morir, éramos inmortales. Ese fue el suplicio. Habíamos sido castigados por nuestra afrenta. Cuando insultamos al destino y nos opusimos a sus designios confrontamos con algo más que los dioses. Fue un insulto a sus creadores. Los llamábamos los Archidioses y en realidad no estábamos interesados en entrar en su rango de acción. Al contrario, ocultarse había sido siempre la estrategia y una buena idea. Pero fuimos tontos. Compramos nuestras propias alucinaciones y descargamos nuestra ira en nuestros dioses con el poder que habíamos adquirido. La conquista del núcleo efímero había constelado las energías del mundo sideral y con ello nuestro poder fue inmenso. Decidimos ser libres. Anárquicamente nos subimos al pony de la discordia y rebatimos los argumentos de nuestros creadores, desafiamos sus órdenes y hasta matamos algunos. Fue sangriento. Terrible espectáculo ver a los padres de...
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