Hay quienes creen que sus dioses son más sagrados que los del prójimo. También existen aquellos que pasean sus creencias como perros lazarillos con el funesto propósito de hacerse pasar por ciegos. En cada esquina existe un ser cruel y una mujer envenenada por sustancias creadas por los hombres. Hay lugares cuya infamia solo compite con la zoncera y al calor de la noche encienden hogueras para quemar vivas a las personas. Tanto espacio existe entre un humano y otro que podrían llenarse con galaxias completas y aún así encontrar un hueco interminable. El esmero con que se incrustan las pestilencias en la piel solo es comparable a la fuerza con que salen las palabras hirientes de las bocas agrias. El olvido es un bálsamo de difícil digestión pero efectivo y la suma de recuerdos borrados constituyen el estigma de los parásitos del corazón. En cada vacío se esconde un secreto, en toda vida una muerte. Para los dolidos y lacerados hay palabras que como ungüentos se adhieren a la carne. P...
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Elegir una manera elegante de morir era un lujo que no muchas personas podían darse. Jani Olsen era, posiblemente uno en un millón, alguien que sabía exactamente el momento en que su deceso ocurriría: tres de marzo de dos mil veintitrés. Cuando tenía apenas cinco años jugaba en el jardín de la casa amarilla con techo rojo en la que vivió hasta los seis años. De pronto de entre los arbustos apareció una señora mayor con un bastón de madera curvada y le hizo señas para que se acercara. Jani era confiado en extremo y lentamente se acercó a la dama. Ella chasqueó sus dedos y de su mano salió deslizándose una serpiente turquesa con escamas de nácar y reflejos de oro que refulgían como coronas de ángeles. El resplandor fue tan intenso que cegó al niño como un relámpago. En sus ojos quedaron las impresiones de mil explosiones que se sucedían como eléctricos rayos y luces incandescentes que estallaban como fuegos de artificio destellando en la inmensidad de una noche de vera...