Se cuenta que un día llegó a la casa de Kammerle un vendedor de frutas. El hombre subió los tres pisos por escalera con su canasto de mimbre repleto de coloridas tentaciones. Luego de atravesar la puerta y de ser recibido, comenzó una larga e increíblemente atractiva y mágica venta. Hablaba de sus productos como verdaderas panaceas universales. El rojo de sus manzanas llenarían de amor el mundo del ser más hosco, las peras inundarían con sus amarillos brillantes y ocres insinuados las mentes de los individuos hasta hacerlos crecer en inteligencia y las verdes uvas repondrían las energías de los más débiles. Así siguió por un lapso de tiempo tan largo, con tanto vigor y convencimiento que Kammerle le compró toda la mercadería. Una vez le preguntaron porqué se había dejado convencer tan fácilmente por el frutero. Contestó que no le gustaban especialmente las frutas para su dieta pero que le hacía tan bien escuchar e este hombre que prefería comprar todo lo que vendiera y ahorrar en los médicos. Las palabras del buen hombre consistían en un bálsamo de entusiasmo en un mundo carcomido por la indolencia. Una vez se animó a preguntarle de donde provenía su amor por las frutas. El hombre respondió que no le interesaban las frutas, incluso a veces vendía pescado y otras nueces o avellanas. Lo que lo hacía sentir vivo era lo que él describió como una fuente que manaba a borbotones desde su garganta cada vez que ofrecía su mercadería. Algunos años más tarde Kammerle escribió su célebre "Elogio del elogio"

ARTHUR SANDS, 1875, "BIOGRAFÍA DE J. KAMMERLE: UN PENSAMIENTO ENCRIPTADO". Ed: Vegas- PInto

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