Y el hombre se detuvo. Y vio pasar la tempestad. Y el hombre dentro del hombre notó que la sutil diferencia entre haber nacido y haber llegado. Frente a un acantilado, alto y sin viento, observó por primera vez el espacio entre las cosas, la distancia que separa las piedras del mar. Allí se preguntó lo que todo mortal, valiente o cobarde debe saber en su paso por este mundo. Comenzó con la más simple, se preguntó quien era. No esperaba respuesta ni la obtuvo, porque ya no la necesitaba. Supo que en el interrogante estaba contenido el germen de lo que buscaba, que el magma de visiones en su mente y en su alma solo eran fantasmas sin entidad, sin cometido.
Allí observó por primera vez que los vientos no tienen enemigos, que el vacío existía para llenar de ansias a los seres. No se había hecho sabio y ni siquiera podía explicar lo que sentía. Tampoco lo necesitaba. No había ninguna emoción presente, sus miedos echaron a andar sin rumbo como perdidos y sus gustos por la sal y la carne ni siquiera se animaron a expresarse. Su mente bailó una danza infinita con todo lo presente, como invitado a una fiesta sin fin. El hombre vio que estaba solo, y que ese lugar le correspondía por derecho propio, se lo había ganado. Recordó sus temores y sus anhelos y ya no se identificaba ni con unos ni con otros.
La voz ahogada por las telarañas de la sombra se había liberado y salió a pasear. Tomó un recreo, vacaciones de sí mismo.
Nada importaba tanto como poder pisar la tierra y sentir el peso del alma vibrar y propagarse. Por un instante dudó si era él mismo o si ya no era, acaso por sentirse diluido como néctar en las tranquilas aguas de aquello que llamaban vida.
El hombre miró con ojos de halcón y con olfato de lobo distinguió rojos y anaranjados, verdes como la lima y púrpuras como la uva.
Se remontó a un pasado remoto. Se vio intentando luchar con serpientes y aún contra los rayos de cielo. Recordó entonces que ya había estado allí. Hacía mucho tiempo, en soledad, desparramando sus llagas y maldiciendo el antes y el después. También pudo vislumbrar un pasado aún más remoto, más antiguo, en el que solo y perdido buscaba una respuesta a su gran interrogante. La vida que se le había otorgado en calidad de préstamo a interés y que él no sabría decir el tamaño de la cuenta, la deuda adquirida.
Todo eso fue hace mucho, tanto que el mismo tiempo perdía el hilo de su trama inicial.
El hombre desatendió sus cuerdas de acero y cáñamo y éstas se cayeron sin más sobre la meseta cubierta de polvo.
No fue más libre que otros ni más feliz ni más sabio y ni siquiera más justo. Solo, parado allí frente al acantilado discurrió algunos pensamientos que no podían expresarse con las simples palabras que conocía.
La distancia, ese misterio, se le hizo infinito. Sus instintos se congregaron para bailar la danza del deseo y una vez más los desatendió. No quiso ser descortés pero dio a entender que de momento no era apropiado.
En le lugar de la furia invocó a la dicha, a la calma alegría del silencio y la ausencia de movimientos. Su mirada se clavó en el horizonte para verlo todo y oírlo todo.
Y una vez allí la recordó.

TOMASSO ABRAHAM DELLLESTE, 1977, "DE LAS LUCES DEL VACÍO" Ed. Paraquinoxio

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