Al comienzo no creí que fuera posible pero después de ver literalmente partido a Edy me convencí de que finalmente lo habíamos logrado: la divisoria se había formado, y ahora podíamos estar sin estar, ver sin ser vistos, influir sobre los demás manteniendo el anonimato y jugar a al gato y el ratón desde las sombras del otro lado de la divisoria.
Edy fue el primero en lograrlo.
Había ayunado durante varios días concentrándose en su esfinter, hasta que finalmente se le partió el eje y pudo pasar al otro lado, el “lado del toro” como lo llamaban.
Según los antiguos sabios, los toros cebúes tenían el olfato ligado a la sensación de temperatura y eso creaba un nuevo sentido que les permitía –a pesar de ser daltónicos- percibir las fuentes de energía de los seres vivientes y distinguirlos según una clasificación en grados de calor latente y moverse en el mundo invisible como en el natural.
Al igual que los toros cebúes, Edy se movía como un loco, como tratando de morderse una cola que no tenía, dando giritos en el aire, saltando con los ojos en blanco mientras movía las manos frenéticamente y sacudía la cabeza, bufando.
De pronto se arrodilló en el piso y gateando ahora como un felino se subió al sillón y comenzó a hablar y dijo
- En este lugar se funde lo necesario con lo innecesario”- y se quedó dormido.
Me preocupé al comienzo pensando lo peor, me acerqué pero Edy estaba tan vivo como yo, respiraba lenta y pausadamente, me tranquilicé y recordé que las instrucciones que habíamos recibido indicaban claramente que el “dividido” no debía ser despertado con grave riesgo.
Las instrucciones eran enviadas por correo a una casilla que habíamos abierto los integrantes del “Capítulo X” junto a Edy, Bautista Oliva y otros cuyos nombres no me atrevo a divulgar.
Al comienzo creímos que era todo un juego o un pasatiempo original y así nos manejamos, ¡ingenuos!.
Esto era en serio, demasiado serio.
El Capítulo X, conformado por nosotros, el Grupo de los Abedules y los integrantes del Bando del Amor respondíamos al Doctor Estilson, al que solo conocíamos por su voz en el teléfono al que nos llamaba, siempre por cobrar.
El Doctor Estilson siempre daba instrucciones muy claras: primero tal después tal otro, en el orden adecuado y sin saltear ninguna etapa.
Así es que fuimos recibiendo los datos que completaban nuestra instrucción.
Cuando Edy despertó doce horas mas tarde y vi su expresión comprendí que no había vuelta atrás.
Dejé que hiciera el ritual de quemar el bonete y despedazar la pipa mientras le preparaba un té de jazmín que sabía que le gustaba.
Yo me preguntaba a menudo como es que me había involucrado en estos asuntos, o mas bien cual era el motivo que me empujaba a lanzarme en este abismo y a relativizar la importancia de mis actividades cotidianas.
Recordé entonces que cuando era pequeño y vivía en un acomodado sector de la hermosa y vieja ciudad de Viena, mi padre solía llevarme al parque y me mostraba toda clase de insectos, mientras me explicaba las maravillas del funcionamiento de la naturaleza.
Recuerdo que detestaba esas salidas, no solo porque temía a mi padre, al que veía como un enorme oso colorado con sus sacones largos y sus bufandas interminables, sino también porque me daba lo mismo un insecto que una flor rara, una mariposa o un tronco viejo.
¡Que me importaba el tiempo en que se tardaba un gusano en tener cría!.
O la cantidad de pistilos de la flor de los alpes, yo solo quería volver a casa y jugar con una máquina de coser vieja y sin aguja que mi tía Briggitte tenía en un desván y que me prestaba a condición de que tomara toda la merienda. Pensaba en esto cuando Edy entró por la puerta, muy pálido pero sonriendo y me dijo
- Muster, ya llegamos- Lo miré un instante y creía ver que había dos Edy, uno el habitual de carne y hueso y otro mas violáceo que estaba como superpuesto al Edy vivo, y que parecía salir y entrar del cuerpo de mi compañero.
–Estoy sugestionado- pensé y serví el té tratando de parecer natural.
Edy me dijo entonces que necesitaba escuchar música, Haydin o Boyden dijo, y cuando le dije que solo tenía Ravel me mIró a los ojos, con una furia contenida, con las pupilas tan dilatadas como cavidades inmensas de blancura resplandeciente, apuntó sus dos manos hacia mi y me gritó
– Odio Ravel.
Tomó su taza y me la arrojó con violencia.
–Odio Ravel, Ravel no, no- y ahí comprendí algo que sospechaba, no se volvía igual, este viaje tenía un precio y desconocíamos el monto y quien era el cobrador.
TOM SINN, 1967 "LA ORDEN DE LA CONVALECENCIA"
Capítulo VIII "Las anteúltimas horas de Muster" (Ed. Sarratea & Vergés)
Capítulo VIII "Las anteúltimas horas de Muster" (Ed. Sarratea & Vergés)