Componer sinfonías para un emperador que gobernaba casi media mitad del mundo era una tarea cuanto menos riesgosa.
Todos sabían que si por algún motivo la obra en cuestión no era del agrado del máximo gobernante, la cabeza del músico rodaría escaleras abajo y pasaría a forma parte del barro con el que continuamente se construían torres y muros de defensa del castillo más colosal jamás visto en el Poniente.
Pero eso sin embargo a Johannes Kastul no le pesaba.
Vestía de túnica amarilla con collarines coral y como todo músico de la corte portaba un inmenso bonete negro de más de un metro de alto rematado con borlas de oro y plata.
El protocolo era cosa seria en el reino.
Nadie podía cambiar ni un solo detalle de aquel intrincado sistema de pases, vestimenta y palabras que conformaban la esencia del sistema de castas más antiguo del mundo.
Desde tiempos remotos se seguían un patrón inalterable y no sería Kastul quien lo cambiara.
Como músico era mediocre y lo sabía, también los sabían sus colaboradores, los ministros y el mismo emperador.
Pero Johannes Kastul tenía un don: la clarividencia.
No se trataba de la capacidad de la predicción sino de percibir las notas musicales y los sonidos del ambiente unos segundos antes de que efectivamente se escucharan.
Así de esa extraña manera se adelantaba a la lógica aritmética de la rítmica de las escalas y tocaba música del futuro.
El punto central era la luz.
Su ojo izquierdo percibía e interpretaba las ondas lumínicas y hacía en una fracción de milésima de segundo, un cálculo para convertir la misma en un sonido o nota posible.
Por lo tanto, lo que hacía el músico era decodificar las energías que ya estaban en el éter y pasarlas del universo visual al sonoro.
Una tarde en la que el emperador volvió temprano de su recorrida habitual por los bosques, Kastul aprovechó para tocar un instrumento de su invención: el arróndono.
Sonaba muy fuerte ya que estaba compuesto por un doble fuelle varias salidas en forma de cornos calibrados construidos en bronce.
Desde la torre en la que residía hizo sonar el instrumento con una melodía épica y vibrante que alegró el corazón del emperador.
Cuando este llegó a la puerta del tercer castillo, hizo llamar a su edecán para que recompensara a Kastul una vez más, para indignación de sus consejeros que ya estaban hartos de la fama y la fortuna del músico, máxime cuando era por todos sabido que era un verdadero chapucero con el toque de suerte necesario para sobrevivir en un mundo hostil y sin miramientos para los caídos.
Pero el emperador había llegado tan lejos porque sabía mucho más que lo que decía.
Un adivino que le leyó la suerte con la piedras sagradas le había dicho hacía ya mucho tiempo que su suerte como gobernante casi universal dependía en parte de su habilidad para manejar lo que él llamó "la vibraciones del alma" y que debía aliarse con quien pudiera hacer semejante trabajo: influir en los corazones de los hombres y mujeres del imperio para que cumplieran sus deberes con ahínco y presteza.
El adivino también había visto en las piedras la figura de un posible traidor, pero no pudo identificar quien ni cuando se manifestaría.
Luego de recibir la recompensa, Kastul se fue de parranda a una casa de mala muerte en el que se dedicaba a gastar su ya abundante fortuna.
Una mujer rubia, no muy hermosa y más bien rellena, de generosos atributos lo llevó a la cama con promesas de amor y placer. Una vez allí lo envenenó con un brebaje de hydra y belladona.
Había sido pagada por el asesor del propio emperador.
Como buen estratega a su vez mandó a matar a la mujer por un soldado leal que a su vez recibió la muerte por un ladronzuelo también contratado por el asesor.
En el mismo momento un terremoto de tremenda intensidad sacudió el reino entero y la ciudad amurallada se hundió en segundos en pozos interminables creados en la tierra para ser olvidado para siempre.
El emperador vio sus últimos momentos y la vida pasar frente a él como una cinta negra con imágenes de toda una vida.
Vio también la figura de Johannes Kastul tocando su arróndono en medio de un cielo claro y transparente.
TOBÍAS ALFARO, 2003 "MEGA CUENTOS DEL FIN" (Ed. Sanjosa)
Todos sabían que si por algún motivo la obra en cuestión no era del agrado del máximo gobernante, la cabeza del músico rodaría escaleras abajo y pasaría a forma parte del barro con el que continuamente se construían torres y muros de defensa del castillo más colosal jamás visto en el Poniente.
Pero eso sin embargo a Johannes Kastul no le pesaba.
Vestía de túnica amarilla con collarines coral y como todo músico de la corte portaba un inmenso bonete negro de más de un metro de alto rematado con borlas de oro y plata.
El protocolo era cosa seria en el reino.
Nadie podía cambiar ni un solo detalle de aquel intrincado sistema de pases, vestimenta y palabras que conformaban la esencia del sistema de castas más antiguo del mundo.
Desde tiempos remotos se seguían un patrón inalterable y no sería Kastul quien lo cambiara.
Como músico era mediocre y lo sabía, también los sabían sus colaboradores, los ministros y el mismo emperador.
Pero Johannes Kastul tenía un don: la clarividencia.
No se trataba de la capacidad de la predicción sino de percibir las notas musicales y los sonidos del ambiente unos segundos antes de que efectivamente se escucharan.
Así de esa extraña manera se adelantaba a la lógica aritmética de la rítmica de las escalas y tocaba música del futuro.
El punto central era la luz.
Su ojo izquierdo percibía e interpretaba las ondas lumínicas y hacía en una fracción de milésima de segundo, un cálculo para convertir la misma en un sonido o nota posible.
Por lo tanto, lo que hacía el músico era decodificar las energías que ya estaban en el éter y pasarlas del universo visual al sonoro.
Una tarde en la que el emperador volvió temprano de su recorrida habitual por los bosques, Kastul aprovechó para tocar un instrumento de su invención: el arróndono.
Sonaba muy fuerte ya que estaba compuesto por un doble fuelle varias salidas en forma de cornos calibrados construidos en bronce.
Desde la torre en la que residía hizo sonar el instrumento con una melodía épica y vibrante que alegró el corazón del emperador.
Cuando este llegó a la puerta del tercer castillo, hizo llamar a su edecán para que recompensara a Kastul una vez más, para indignación de sus consejeros que ya estaban hartos de la fama y la fortuna del músico, máxime cuando era por todos sabido que era un verdadero chapucero con el toque de suerte necesario para sobrevivir en un mundo hostil y sin miramientos para los caídos.
Pero el emperador había llegado tan lejos porque sabía mucho más que lo que decía.
Un adivino que le leyó la suerte con la piedras sagradas le había dicho hacía ya mucho tiempo que su suerte como gobernante casi universal dependía en parte de su habilidad para manejar lo que él llamó "la vibraciones del alma" y que debía aliarse con quien pudiera hacer semejante trabajo: influir en los corazones de los hombres y mujeres del imperio para que cumplieran sus deberes con ahínco y presteza.
El adivino también había visto en las piedras la figura de un posible traidor, pero no pudo identificar quien ni cuando se manifestaría.
Luego de recibir la recompensa, Kastul se fue de parranda a una casa de mala muerte en el que se dedicaba a gastar su ya abundante fortuna.
Una mujer rubia, no muy hermosa y más bien rellena, de generosos atributos lo llevó a la cama con promesas de amor y placer. Una vez allí lo envenenó con un brebaje de hydra y belladona.
Había sido pagada por el asesor del propio emperador.
Como buen estratega a su vez mandó a matar a la mujer por un soldado leal que a su vez recibió la muerte por un ladronzuelo también contratado por el asesor.
En el mismo momento un terremoto de tremenda intensidad sacudió el reino entero y la ciudad amurallada se hundió en segundos en pozos interminables creados en la tierra para ser olvidado para siempre.
El emperador vio sus últimos momentos y la vida pasar frente a él como una cinta negra con imágenes de toda una vida.
Vio también la figura de Johannes Kastul tocando su arróndono en medio de un cielo claro y transparente.
TOBÍAS ALFARO, 2003 "MEGA CUENTOS DEL FIN" (Ed. Sanjosa)