Con cada nueva herida se hacía más fuerte.
Las balas de hierro molido y sal, el arsénico mezclado con el pimiento prohibido y la viscosa resina preparada al fuego con esencia de tomillo y polvo de mica, se esparcían por su organismo como un brebaje revitalizador. Alquimia pura y dura. El conjuro necesario para la recomposición de los elementos, para que todas y cada una de las células de su cuerpo se acomodaran y formaran ese escudo portentoso que lo hacía cada vez más poderoso.
Había descubierto que para sobrevivir en aquel mundo hostil debía crear lo que él mismo denominó un "manto interno" y que consistía en una red de protección no solo hacia lo externo como también en cada microelemento del cuerpo.
Así creó un sistema basado en la contraposición de las polaridades y la yuxtaposición de los elementos. Se rebanó porciones de piel para estudiarse a sí mismo. Dispuso fuegos y ácidos, piedras molidas y bálsamos curativos. Con cada parte de su carne experimentó la división de la materia, indagando en el éter plástico que hacía que la cohesión de sistemas tan diversos fuese posible. Incluso se quemó los ojos cegando su mirada para hundirse en el terror y el desconsuelo. Luego aplicó vendas frías impregnadas con menta y agua de azahar. Se arrancó las uñas y las quemó y así derretidas y nacaradas vio como brillaban a la luz de la luna pálida como si fueran un reflejo o una parte de ella. Cortó sus cabellos y los arrojó sobre una gran tabla de madera de encino. Con un cuchillo filoso los cortó en miles de partes y luego los mezcló con una crema espesa hecha con grasa sacada de su propio cuerpo con cuchillo y alcohol. Tenía tantas marcas en su cuerpo que el color reinante era el rojo y el morado. La sangre seca se estampaba a la piel quedando impregnada como marcas de victoria o derrota, pero siempre de pasión y fijeza de propósito.
Incluso sus huesos, tan íntimos y protegidos, usó en su búsqueda de la perfección. Cortó su piel en donde pudo y limó el hueso con hierro filigranado. Usó ese polvillo en ungüentos y pócimas que luego se aplicó o bebió.
Lo que más anhelaba era una cura para el corazón. Los años y la experiencia le habían enseñado -siempre por el camino del dolor- que aquella zona era débil en extremo, devota de los encandilamientos y sujeta a los caprichos de los vientos de la vida. Insertó una finísima aguja de acero templada al calor del crisol y pinchó con cuidado un costado, apenas una mínima gota de sangre quedó como testigo de aquel acto de arrojo o locura. Una vez quitada, selló la herida con los jugos de la planta de los druidas: el muérdago.
El hombre herido se estaba haciendo más firme, más sereno. Sus ilusiones se habían caído de un cielo remoto y ahora solo se abocaba a completarse, a re elaborarse de manera de poder resistir un tiempo más.
FEDERICO DE PAYEUX, 1873 "EL OCASO DE LOS GUERREROS" (Ed. Plana)