Desde los remotos tiempos de la gran huída, los druidas negros se habían llamado a silencio.
Reunidos alrededor del Árbol de las Cinco Verdades, conjuraron al Rey del Equinoccio, el lejano y poderoso demiurgo para que les revelara el designio de los astros.
Apareció entre ellos en forma de un venado de relucientes astas y ojos de fuego. Los presentes se arrodillaron y le volvieron a jurar lealtad eterna tal como habían hecho sus ancestros desde el principio de las eras.
Un rayo verde y fulgurante venido desde lo alto se incrustó en el árbol sagrado y dejó una marca en forma de extrañas símbolos. De una rama brotó una hoja de color violeta con nervios de oro.
Desde los confines del bosque una oscuridad en forma de niebla los envolvió a todos y solo reinó el silencio.
Durante su esplendor, mucho tiempo atrás, los druidas negros habían hecho pactos con los seres elementales y ellos obedecían a cambio de conocimientos del mundo oculto. Ahora en cambio debían separarse y no volver a verse jamás, eso decían las marcas.
Siete eran los conjurados y siete las direcciones que tomaron. Cuatro se dirigieron a los puntos cardinales, uno hacia el centro del volcán, otro hacia lo alto de la montaña y el último, el más antiguo y sabio desapareció como una implosión dejando solo una estela de luz y aroma a rosas.
Para los historiadores se trataba de leyendas, para los juglares una invitación a la poesía y el relato maravilloso y para el pueblo un mito del pasado.
Pasajeros de un barco sin velas ni remos, los druidas negros se volvieron a reunir, ahora en secreto, bajo la sombra de aquel árbol cuyas raíces se hundían en la tierra primigenia y traían noticias desde el centro del mundo natural y olvidado. El ritual se volvió a cumplir, ahora sin más sentido que unificar la fuerza de aquellos que alguna fueron hombres para restablecer un equilibrio perdido. Como en un acto de antigua hechicería, los siete druidas negros se volvieron a encontrar y ese fue su fin.
La niebla se hizo lugar entre los presentes y llevando el frío más helado a sus corazones, rozó los cuerpos desnudos y cubiertos de cicatrices de aquella hermandad.
No debía verse más y sin embargo allí estaban. Sabían que pagarían un precio alto y estaban dispuestos. La niebla se estancó y cobró vida, una intensidad tan densa que el aire se hizo irrespirable.
Olía a azufre y a menta.
Tan intenso era aquel vapor que volvió ciegos a los presentes y así se cumplió la profecía del Rey del Equinoccio: nunca más se volvieron a ver.
SAN SEBASTIÁN DE FÉMORA, 1239 "NATURAE DEMONIS RENUM" (Ed. Museo Verannen)
Reunidos alrededor del Árbol de las Cinco Verdades, conjuraron al Rey del Equinoccio, el lejano y poderoso demiurgo para que les revelara el designio de los astros.
Apareció entre ellos en forma de un venado de relucientes astas y ojos de fuego. Los presentes se arrodillaron y le volvieron a jurar lealtad eterna tal como habían hecho sus ancestros desde el principio de las eras.
Un rayo verde y fulgurante venido desde lo alto se incrustó en el árbol sagrado y dejó una marca en forma de extrañas símbolos. De una rama brotó una hoja de color violeta con nervios de oro.
Desde los confines del bosque una oscuridad en forma de niebla los envolvió a todos y solo reinó el silencio.
Durante su esplendor, mucho tiempo atrás, los druidas negros habían hecho pactos con los seres elementales y ellos obedecían a cambio de conocimientos del mundo oculto. Ahora en cambio debían separarse y no volver a verse jamás, eso decían las marcas.
Siete eran los conjurados y siete las direcciones que tomaron. Cuatro se dirigieron a los puntos cardinales, uno hacia el centro del volcán, otro hacia lo alto de la montaña y el último, el más antiguo y sabio desapareció como una implosión dejando solo una estela de luz y aroma a rosas.
Para los historiadores se trataba de leyendas, para los juglares una invitación a la poesía y el relato maravilloso y para el pueblo un mito del pasado.
Pasajeros de un barco sin velas ni remos, los druidas negros se volvieron a reunir, ahora en secreto, bajo la sombra de aquel árbol cuyas raíces se hundían en la tierra primigenia y traían noticias desde el centro del mundo natural y olvidado. El ritual se volvió a cumplir, ahora sin más sentido que unificar la fuerza de aquellos que alguna fueron hombres para restablecer un equilibrio perdido. Como en un acto de antigua hechicería, los siete druidas negros se volvieron a encontrar y ese fue su fin.
La niebla se hizo lugar entre los presentes y llevando el frío más helado a sus corazones, rozó los cuerpos desnudos y cubiertos de cicatrices de aquella hermandad.
No debía verse más y sin embargo allí estaban. Sabían que pagarían un precio alto y estaban dispuestos. La niebla se estancó y cobró vida, una intensidad tan densa que el aire se hizo irrespirable.
Olía a azufre y a menta.
Tan intenso era aquel vapor que volvió ciegos a los presentes y así se cumplió la profecía del Rey del Equinoccio: nunca más se volvieron a ver.
SAN SEBASTIÁN DE FÉMORA, 1239 "NATURAE DEMONIS RENUM" (Ed. Museo Verannen)