El cielo estalló como un techo de vidrio.
Miles de millones de fragmentos de fulminante potencia radiante.
Había incluso un sonido agudo que parecía fluir desde lo alto de la inmensidad, una pulsión de materia hecha de llamas sonoras de plasma azul.
Fue de repente, sin aviso y sin motivo aparente. Una convergencia espectral que revelaba la ausencia de orden en aquel lugar sin forma y ni sentido.
Eso fue lo que sintió Adalberto Lacámera con cada puntada en el dolor de cabeza que lo volvía loco.
No era un poeta y le costaba ponerle palabras a semejante tortura.
Sin embargo, miles de imágenes se le aparecían reclamando su propio espacio en el universo limitado pero muy amplio de su mente.
También pensó en raíces, frutos caídos de árboles imposibles y granos de plantas aún no creadas.
Todo era posible en esos momentos.
No había hierbas ni menjunjes para curar semejante ardor, la tremenda presión dentro del cráneo.
Era como si el cerebro hubiese sido inyectado con vapor cósmico, alguna clase de mentol añejado, un viento frío y estridente como fuego húmedo.
Decidió correr por el parque.
Salió a la fresca luz de la primavera y con todo el ímpetu de la desesperación se mezcló entre las gentes que paseaban al costado del Sena. Esquivo algunos autos y saltó por encima de un convertible estacionado al costado del parque.
Algunos lo observaron divertidos, otros con una mueca de desaprobación y hubo quienes pensaron que un loco se había escapado de un manicomio.
Adalberto corría descalzo y en piyamas.
Tenía sobre su cabeza las vendas que le habían colocado en la guardia del sanatorio. Sin sentir dolor en los pies y avanzando a una velocidad que ya no era normal para un hombre no entrenado de cincuenta y cinco años, continuó su loco andar subiendo más y más la velocidad.
En un momento ya no veía bien a la gente ni a los árboles, todo pasaba como una marca borrosa y brillante.
Corrió aún más rápido.
Ya todo el escenario de la vida se le había hecho invisible al punto de que incluso atravesaba los objetos en su raid de incesante aumento de la velocidad.
Cuando se dio cuenta, había dado la vuelta al mundo.
Había circunvalado el planeta tierra en cuestión de segundos.
Y allí estaba de nuevo, al costado del río más francés y romántico.
El dolor de cabeza cesó. La presión se convirtió en dulce tranquilidad.
Lo que Adalberto no podía reconocer era el paisaje, bucólico y lento, los verdes parecían más intensos y los reflejos del sol sobre el agua parecían gemas blancas flotando en un estanque.
No pudo reconocer las casas, ni los coches tirados por caballos, los hombres de levita y sombrero, las mujeres elegantes, sonrientes y perfumadas, casi todas vestidas con largos vestidos blancos o celestes.
El aire parecía más limpio, las aristas de los objetos más luminosos, como si se cortara el espacio con finas líneas diseñadas para embellecer y ser admiradas.
Incluso vio unos pintores, sentados al costado del río, con grandes paletas pintando la luz en aquel calmo atardecer del siglo diecinueve.
JEAN DESIMONEUX, 1978 "SUR LES TEMPS" (Ed. Grillol)
Miles de millones de fragmentos de fulminante potencia radiante.
Había incluso un sonido agudo que parecía fluir desde lo alto de la inmensidad, una pulsión de materia hecha de llamas sonoras de plasma azul.
Fue de repente, sin aviso y sin motivo aparente. Una convergencia espectral que revelaba la ausencia de orden en aquel lugar sin forma y ni sentido.
Eso fue lo que sintió Adalberto Lacámera con cada puntada en el dolor de cabeza que lo volvía loco.
No era un poeta y le costaba ponerle palabras a semejante tortura.
Sin embargo, miles de imágenes se le aparecían reclamando su propio espacio en el universo limitado pero muy amplio de su mente.
También pensó en raíces, frutos caídos de árboles imposibles y granos de plantas aún no creadas.
Todo era posible en esos momentos.
No había hierbas ni menjunjes para curar semejante ardor, la tremenda presión dentro del cráneo.
Era como si el cerebro hubiese sido inyectado con vapor cósmico, alguna clase de mentol añejado, un viento frío y estridente como fuego húmedo.
Decidió correr por el parque.
Salió a la fresca luz de la primavera y con todo el ímpetu de la desesperación se mezcló entre las gentes que paseaban al costado del Sena. Esquivo algunos autos y saltó por encima de un convertible estacionado al costado del parque.
Algunos lo observaron divertidos, otros con una mueca de desaprobación y hubo quienes pensaron que un loco se había escapado de un manicomio.
Adalberto corría descalzo y en piyamas.
Tenía sobre su cabeza las vendas que le habían colocado en la guardia del sanatorio. Sin sentir dolor en los pies y avanzando a una velocidad que ya no era normal para un hombre no entrenado de cincuenta y cinco años, continuó su loco andar subiendo más y más la velocidad.
En un momento ya no veía bien a la gente ni a los árboles, todo pasaba como una marca borrosa y brillante.
Corrió aún más rápido.
Ya todo el escenario de la vida se le había hecho invisible al punto de que incluso atravesaba los objetos en su raid de incesante aumento de la velocidad.
Cuando se dio cuenta, había dado la vuelta al mundo.
Había circunvalado el planeta tierra en cuestión de segundos.
Y allí estaba de nuevo, al costado del río más francés y romántico.
El dolor de cabeza cesó. La presión se convirtió en dulce tranquilidad.
Lo que Adalberto no podía reconocer era el paisaje, bucólico y lento, los verdes parecían más intensos y los reflejos del sol sobre el agua parecían gemas blancas flotando en un estanque.
No pudo reconocer las casas, ni los coches tirados por caballos, los hombres de levita y sombrero, las mujeres elegantes, sonrientes y perfumadas, casi todas vestidas con largos vestidos blancos o celestes.
El aire parecía más limpio, las aristas de los objetos más luminosos, como si se cortara el espacio con finas líneas diseñadas para embellecer y ser admiradas.
Incluso vio unos pintores, sentados al costado del río, con grandes paletas pintando la luz en aquel calmo atardecer del siglo diecinueve.
JEAN DESIMONEUX, 1978 "SUR LES TEMPS" (Ed. Grillol)