El cielo se volvió brillante y enceguecedor.
Los relámpagos parecían de oro y nácar.
Las nubes grises y espumosas se desparramaban en el cielo danzando y formando dibujos que mutaban a velocidad asombrosa. De pronto una inmensa mariposa abría sus alas y se convertía en un inmenso tazón humeante para en segundos trocar en una ciudad oriental repleta de miraretes y desaparecía en un humo finito y grácil desplegándose hacia los costados y formando una y otra vez las miles de imágenes de la creación.
Sisi miró al cielo encantada con aquel espectáculo que ella creía montado solo para ella y llamó al rayo.
A sus seis años había aprendido a comunicarse con la esencia de las potencias que ordenaban el flujo del orden de la naturaleza.
Pequeña y con el cabello tan claro que parecía transparente, su aspecto asemejaba a un hada. Sus ojos ardían en llamas naranjas y su boca diminuta recitaba un salmo en lenguas desconocidas.
Y el rayo vino. Una inmensa explosión en el firmamento y otra y una más. El aire se deshizo en estallidos y chispas de luz y el eléctrico fulgor bajó hacia ella, directo a su frente. En el instante del contacto, en el fulgor de la presencia destructiva y generadora de aquel dios devenido en energía pulsan y vivaz, la niña, tan quieta como un junco en un día sin viento, desapareció. El rayo tocó tierra y un dios desairado lloró en la oscuridad de la materia.
MINIUS SOMMERTHAL, 1943 "LAS CUENCAS DE ATZWALD" (Ed. Luggan)
Los relámpagos parecían de oro y nácar.
Las nubes grises y espumosas se desparramaban en el cielo danzando y formando dibujos que mutaban a velocidad asombrosa. De pronto una inmensa mariposa abría sus alas y se convertía en un inmenso tazón humeante para en segundos trocar en una ciudad oriental repleta de miraretes y desaparecía en un humo finito y grácil desplegándose hacia los costados y formando una y otra vez las miles de imágenes de la creación.
Sisi miró al cielo encantada con aquel espectáculo que ella creía montado solo para ella y llamó al rayo.
A sus seis años había aprendido a comunicarse con la esencia de las potencias que ordenaban el flujo del orden de la naturaleza.
Pequeña y con el cabello tan claro que parecía transparente, su aspecto asemejaba a un hada. Sus ojos ardían en llamas naranjas y su boca diminuta recitaba un salmo en lenguas desconocidas.
Y el rayo vino. Una inmensa explosión en el firmamento y otra y una más. El aire se deshizo en estallidos y chispas de luz y el eléctrico fulgor bajó hacia ella, directo a su frente. En el instante del contacto, en el fulgor de la presencia destructiva y generadora de aquel dios devenido en energía pulsan y vivaz, la niña, tan quieta como un junco en un día sin viento, desapareció. El rayo tocó tierra y un dios desairado lloró en la oscuridad de la materia.
MINIUS SOMMERTHAL, 1943 "LAS CUENCAS DE ATZWALD" (Ed. Luggan)