El color uva de la habitación se le venía encima como una aplanadora. Sentía que aquello era una maldición, una apuesta perdida con la vida.
Sobre la cama había unos mangos grandes y una cinta adhesiva. A un costado había un mueble de madera, roto y mal pintado sobre cuyos estantes había una caja con un rompecabezas sin armar de dos mil quinientas piezas y el dibujo de una grúa Caterpillar. La luz era escasa y la alfombra estaba raída y manchada. En aquel hotel de mala muerte uno podía morirse simplemente por su mal gusto.
Cuando Lalo llegó la noche anterior todo le daba los mismo. Alcoholizado y huyendo de la policía cualquier lugar era bueno para quedarse.
Había salido del bar La Mota a eso de las tres de la mañana luego de apuñalar a un hombre que se había acercado demasiado a su maletín de aluminio. Al ser visto, los del equipo de seguridad que eran a la sazón matones del Gordo, se le abalanzaron como perros hambrientos. El Gordo era el dueño del lugar y de muchas cosas más: comisarios, prostitutas, niños que robaban en enjambre y hoteles.
A pesar del ataque feroz, Lalo alcanzó a huir y con el último aliento corrió por las desiertas y húmedas calles hasta encontrar un lugar para quedarse. Sin mirar siquiera, entró en el hotel "Venezia" y pidió una habitación. Pagó en efectivo y subió tres penosos pisos por escalera. Alcanzó a tirarse sobre la cama y se durmió vestido.
Soñó con su hogar. Recordó el largo viaje hasta este distante lugar. La nave espacial abandonada al costado de una ruta menor, el dolor de transfiguración y la foto de su madre.
Despertó de pronto y tardó en recordar su nombre humano, se miró al espejo y se dio asco. Pensó en que esta raza era particularmente fea y sin gracia. Había visto decenas de seres de diversos planetas, algunos materiales, otros compuestos de gas y algunos eran como gelatinas que mutaban de forma.
Pero los humanos con sus dos ojos al frente y sus articulaciones tan limitadas le parecieron un error en la construcción del universo. Eliminarlos hubiese sido una buena idea. Podía hacerlo, pero ese no era su trabajo.
Una vez más miró la pared del lila inmundo y sintió arcadas.
Tres golpes a la puerta. Cada vez más fuerte.
No atendió y la puerta se vino abajo ante el peso de un pie muy fuerte. Los hombres del Gordo estaban allí para buscarlo, ese hotel -como todos los de la cuidad- le pertenecían y no había secretos en aquel lugar.
Lalo imaginó que podía disparar su arma zeta-láser y dejarlos bien muertos. Apuntó y cerró un ojo para no errar. Los hombres no se movieron ni un milímetro. Lalo disparó y las balas rebotaron. Allí se dio cuenta que no se trataba de humanos sino de escorpiones. Los escorpiones eran criaturas asesinas que trabajaban en todo el universo para el mejor postor y el Gordo pagaba bien.
Lalo vio como su destino se iba sellando y no tuvo mejor idea que activar su reloj desmaterializador. Desapareció en el acto. El precio era alto, mutaría a escorpión y trabajaría para el Gordo, pero era mejor que morir en un planeta desconocido y triste.

CHARLES KIKENSTHAL, 1987 "LOS CAMINOS DEL ÉTER" (Ed. Nínive)

Entradas populares de este blog