El estado de las cosas había llegado a tal punto que la noción de conflicto quedaba en un plano tan extraño en el que los participantes de aquella aventura solo llegaron a percibir -y de forma muy lejana- que posibilidad de sobrevivir se había vuelto particularmente escasa.
Por ello, y bajo el mando y tutela de Sigmundo el Perseverante, los veintidós marineros del Arixtas, dejaron atrás ofensas y rencores y remaron hacia el puerto con energías renovadas y a fuerza de ritmo y fortaleza.
Lo que había pasado, quedaría, según el acuerdo tácito de todos, enterrado en el corazón y olvidado por las mentes. El horror, la vergüenza y el desconsuelo habían sido tan profundos que ni siquiera aquella elite de guerreros ampurianos salió indemne.
Los latidos, el pulso de las cavernas había emergido desde el fondo de un mar convertido en lava fría que arremolinaba piedras flotantes y cardúmenes muertos junto a cuerpos secos, pálidos y transparentes de los muertos devenidos carne, ropaje inútil de almas emigradas, gritos y llantos coagulados de un pasado cercano que aún resonaban en el eco imposible de aquel mar impío
El barco era apenas un cascarón hueco y torpe entre la espuma tóxica y rabiosa de unas olas que cargaban maldad y rencor.
El mar se había vuelto el más horrendo caldo hirviente de larvas, miseria y dolor y como hijo dilecto de la luna, devoró cuanta vida encontró a su paso, solo por un dolor tan intenso que le hacía arder su esencia marina y escupir lenguas de fuego y soberbias explosiones de calor, putrefacción y muerte.
El mar se había vuelto oscuro.
Los dioses estaban intranquilos.
En el juego de la vida, aquel momento no estaba contemplado ni aún por el Destino que todo lo sabe.
Y fue todo por amor, simple, puro, prístina adyacencia de almas encontradas en el tiempo de los tiempos.
Pero imposible.
Como todo amor intenso y etéreo, llevaba en su vientre, el germen de la destrucción.
Nunca había pasado que el mar, aquel fluido viviente y atemporal se enamorara sin remedio ni consuelo de una mujer humana, una hija de la costa.
Vio el mar aquella criatura parada sobre la roca y sus venas salinas se contrajeron en un estertor doloroso y vital. Había sucedido antes claro, hombres o mujeres que se arrojaban de las rocas, los riscos   o de los puentes para hacerse uno con el mar.
Había sido simple por incontable años. La nostalgia, aquella invisible ancla hacia las profundidades del ser o el arrobamiento frente al infinito, al horizonte brumoso; incluso a veces bastaba un pequeño arranque de melancolía o una alegría desmedida en el instante de la euforia y aquellos seres deseados por el mar se hundían en el mismo para convertirse en sal y silencio.
Pero aquella mujer, la primera de toda la creación, parada frente al inmenso risco y frente a un mar anhelante, miró con pena y sonrió. Tornó su cuerpo y le dio la espalda. Caminó lejos de allí y el mar nunca la volvió a ver.


SANDY VALLEJOS, 1934 "HISTORIAS DEL AGUA" (Ed. Peyó)

Entradas populares de este blog