El lugar de los deseos. Así lo recordaba Aurora.
No era el nombre de aquel sitio pero ella lo había bautizado con la fuerza de la creencia que conduce a las niñas. Iba a menudo. En especial cuando se sentía sola o triste.
Nunca pedía nada, le parecía de mal gusto andar solicitando favores por ahí.
Incluso a sabiendas de que no le vendrían mal algunas ayudas, se mantenía firme en la idea de no desear en el lugar de los deseos.
Era casi como un acto de poder pequeño y virginal.
A pesar de su corta edad y su escasa educación, llevaba sobre sí misma una fuerte dignidad, algo así como la marca de un reinado sin tierras pero carente del tonto orgullo y la innecesaria vanidad.
Contenía el aliento mientras contaba en silencio cuantas aves veía; otras veces contaba ramas, insectos, incluso gotas de lluvia cuando iba luego de las tormentas tan habituales en esos tiempos.
Creció como crecen los buenos árboles, firme, despacio y con la belleza natural y sin falsedades de las criaturas de la tierra.
Había aprendido a leer mirando a las gentes mayores. Su primer libro fue uno con ilustraciones. Había conejos parlantes, sapos con corona, malteadas de frutillas y mesas puestas con manteles a cuadros.
En sus hojas se refugiaba y ávida de conocimientos intentaba comprender el sentido tras la apariencia de inocente fábula.
Sabía por instinto puro que allí se escondía un tesoro no visible ni palpable pero acaso más real que la materia más evidente.
Aurora no era un niña común.
A los tres años horrorizó a sus padres con el relato de una vida anterior. En ella había sido libre y según ella había conocido la totalidad del todo de los todos.
Eso fue lo que dijo. Como en el asombro no fue interrumpida, prosiguió con su pequeño vocabulario y contó que sus cabellos eran muy largos aunque eran del color de la luna.
Recordaba algo que no pudo precisar pero que describió como un caldero, o un fuentón muy grande. Dijo que allí se hervía el agua de los tiempos y que, en los días en los que era feliz, ella podía curar.
De pronto unas lágrimas pugnaron por salir de sus grandes ojos.
Ella intentó resistirse pero aún así la sal inundó sus mejillas. Recordaba algo que le producía un dolor inexplicable. No eran imágenes sino un sentimiento. Dijo que era como la decepción. Una tristeza de amor. Lentamente sacudió la cabeza como negándole paso a la intensidad del recuerdo.
Repitió que ella los curaba, que hacía mucho bien y que sonreía mucho.
Y luego el fuego.
Llamas naranjas por todos lados. Su vestido azul largo y con terminación de encaje ardiendo desde abajo hacia arriba. El calor se acercaba y ella no entendía porque.
Tampoco se podía mover. Atada contra un poste veía la humareda consumirlo todo. Dolía pero eso no importaba. Lo que realmente lastimaba era la sensación de no comprender, la pregunta latente, el impulso de saber y querer sobreponerse a la evidencia de que aquellos a quienes había sanado también estaban allí, entre la muchedumbre, gritando y maldiciendo con los puños levantados y los dientes brillando a la luz de las antorchas. No había vida en esas miradas que parecían más bien bolas de acero incrustadas en los huecos de cráneos con piel.
Mientras tomaba sus últimas bocanadas de aire, vio perderse a todos en una letanía labrada en su propia conciencia de estar tan viva y tan atenta aún en la agonía del cuerpo quemándose durante la noche más larga y más corta.
Dijo Aurora que de pronto todos se habían ido.
Y ella fue una con el humo que se escurría por el cielo y que llegó a las estrellas.
Una luz brillante y un poco verdosa la acompañó como si fuera a perderse en aquella inmensidad repleta de luces y de vientos de colores.
Vio el ordenamiento de todo. Supo que desde ese lugar, todo adquiría un sentido tan amplio y profundo que que se hacía innecesaria su explicación.
Y luego un túnel largo, oscuro y sedoso. Y volvió. Y no era la misma.
El tiempo no era un reloj y algo le decía que ni siquiera era real, que nada iba de un lugar a otro, que todo permanecía, eso sí, cambiando, mutando, volviéndose de una forma y luego de otra, cambiando entre los sutil y lo denso, tanto arriba como abajo y en todos lados y momentos en el único instante real. Ella lo llamó el lugar del instante. Sus labios se detuvieron.
Como si un hado se hubiese retirado luego de una presentación en un gran teatro, Aurora calló.
Miró a su alrededor y sonrió.
Supo desde que comenzó a hablar apenas balbuceando las palabras que debía darles a sus padres una salida que pudieran comprender.
Les dijo que era muy lindo contar historias, inventar cuentos dijo.
Se perdió para siempre el rastro de la niña.
El lugar de los deseos sigue intacto.
Allí hay que ir, al menos una vez en la vida y no pedir ningún nada, nada de nada.
MARKUS TELESTER, 1934 "EL ÁRBOL DE LAS FRUTAS DE ORO" (Ed. Reiner)
No era el nombre de aquel sitio pero ella lo había bautizado con la fuerza de la creencia que conduce a las niñas. Iba a menudo. En especial cuando se sentía sola o triste.
Nunca pedía nada, le parecía de mal gusto andar solicitando favores por ahí.
Incluso a sabiendas de que no le vendrían mal algunas ayudas, se mantenía firme en la idea de no desear en el lugar de los deseos.
Era casi como un acto de poder pequeño y virginal.
A pesar de su corta edad y su escasa educación, llevaba sobre sí misma una fuerte dignidad, algo así como la marca de un reinado sin tierras pero carente del tonto orgullo y la innecesaria vanidad.
Contenía el aliento mientras contaba en silencio cuantas aves veía; otras veces contaba ramas, insectos, incluso gotas de lluvia cuando iba luego de las tormentas tan habituales en esos tiempos.
Creció como crecen los buenos árboles, firme, despacio y con la belleza natural y sin falsedades de las criaturas de la tierra.
Había aprendido a leer mirando a las gentes mayores. Su primer libro fue uno con ilustraciones. Había conejos parlantes, sapos con corona, malteadas de frutillas y mesas puestas con manteles a cuadros.
En sus hojas se refugiaba y ávida de conocimientos intentaba comprender el sentido tras la apariencia de inocente fábula.
Sabía por instinto puro que allí se escondía un tesoro no visible ni palpable pero acaso más real que la materia más evidente.
Aurora no era un niña común.
A los tres años horrorizó a sus padres con el relato de una vida anterior. En ella había sido libre y según ella había conocido la totalidad del todo de los todos.
Eso fue lo que dijo. Como en el asombro no fue interrumpida, prosiguió con su pequeño vocabulario y contó que sus cabellos eran muy largos aunque eran del color de la luna.
Recordaba algo que no pudo precisar pero que describió como un caldero, o un fuentón muy grande. Dijo que allí se hervía el agua de los tiempos y que, en los días en los que era feliz, ella podía curar.
De pronto unas lágrimas pugnaron por salir de sus grandes ojos.
Ella intentó resistirse pero aún así la sal inundó sus mejillas. Recordaba algo que le producía un dolor inexplicable. No eran imágenes sino un sentimiento. Dijo que era como la decepción. Una tristeza de amor. Lentamente sacudió la cabeza como negándole paso a la intensidad del recuerdo.
Repitió que ella los curaba, que hacía mucho bien y que sonreía mucho.
Y luego el fuego.
Llamas naranjas por todos lados. Su vestido azul largo y con terminación de encaje ardiendo desde abajo hacia arriba. El calor se acercaba y ella no entendía porque.
Tampoco se podía mover. Atada contra un poste veía la humareda consumirlo todo. Dolía pero eso no importaba. Lo que realmente lastimaba era la sensación de no comprender, la pregunta latente, el impulso de saber y querer sobreponerse a la evidencia de que aquellos a quienes había sanado también estaban allí, entre la muchedumbre, gritando y maldiciendo con los puños levantados y los dientes brillando a la luz de las antorchas. No había vida en esas miradas que parecían más bien bolas de acero incrustadas en los huecos de cráneos con piel.
Mientras tomaba sus últimas bocanadas de aire, vio perderse a todos en una letanía labrada en su propia conciencia de estar tan viva y tan atenta aún en la agonía del cuerpo quemándose durante la noche más larga y más corta.
Dijo Aurora que de pronto todos se habían ido.
Y ella fue una con el humo que se escurría por el cielo y que llegó a las estrellas.
Una luz brillante y un poco verdosa la acompañó como si fuera a perderse en aquella inmensidad repleta de luces y de vientos de colores.
Vio el ordenamiento de todo. Supo que desde ese lugar, todo adquiría un sentido tan amplio y profundo que que se hacía innecesaria su explicación.
Y luego un túnel largo, oscuro y sedoso. Y volvió. Y no era la misma.
El tiempo no era un reloj y algo le decía que ni siquiera era real, que nada iba de un lugar a otro, que todo permanecía, eso sí, cambiando, mutando, volviéndose de una forma y luego de otra, cambiando entre los sutil y lo denso, tanto arriba como abajo y en todos lados y momentos en el único instante real. Ella lo llamó el lugar del instante. Sus labios se detuvieron.
Como si un hado se hubiese retirado luego de una presentación en un gran teatro, Aurora calló.
Miró a su alrededor y sonrió.
Supo desde que comenzó a hablar apenas balbuceando las palabras que debía darles a sus padres una salida que pudieran comprender.
Les dijo que era muy lindo contar historias, inventar cuentos dijo.
Se perdió para siempre el rastro de la niña.
El lugar de los deseos sigue intacto.
Allí hay que ir, al menos una vez en la vida y no pedir ningún nada, nada de nada.
MARKUS TELESTER, 1934 "EL ÁRBOL DE LAS FRUTAS DE ORO" (Ed. Reiner)