El Señor de Alba me pretendía desde hacía un tiempo largo.  Yo lo ignoraba con la idea que sabemos todas de que el rechazo y la indiferencia lo enamorarían aún más.  
Mi madre me había prevenido contra este señor. 
Él me instó a llamarlo Edy.  
Era yo joven y por consiguiente no estaba muy dispuesta a aceptar los consejos de una cuarentona que yo creía anticuada y pacata.  
¡Cómo le habría hecho caso si hubiera sabido las terribles consecuencias de mi desobediencias!  
Pero de nada sirven los arrepentimientos cuando el tiempo ha corrido su carrera envenenada por sobre los hechos.
Edy me invitó a una fiesta en la campiña. 
Una tía muy rica le había dejado una hermosa casona de herencia.  De estilo, pintada de blanco y acariciada con la enamorada de los muros, le daban un aspecto de pertenecer a la tierra que ocupaba.
Edy era extremadamente gentil, amable y me trataba como a una princesa, era la envidia de mis amigas.  
Solo mi mamá mantenía esa frialdad y distancia que yo detestaba y que me alejaban cada vez mas de sus advertencias, consejos y aún sus órdenes. 

El caso es que en la fiesta de la campiña Edy cambió súbitamente su habitualmente sereno carácter y se volvió hostil, lejano y cínico en un instante. 
Como un poseído comenzó a cerrar las ventanas mientras empujaba a los invitados que eran varios cientos. 
Corría entre la gente enloquecido, con los ojos ennegrecidos como los de un animal enfermo y deseoso de sangre cuando en medio de su loco andar se paró en medio del salón y comenzó a girar en círculos, cada vez mas fuerte, mientras gritaba en algún idioma que sin duda no era el castellano ni ninguno conocido por mí y posiblemente por nadie sano en este mundo y creo que tampoco los muertos hubieran entendido nada ya que  era como el bufido de un gato mezclado con las risas del zonogote salvaje y la voz quebrada y triste de un horcón herido en alguna riña de machos peleando por el liderazgo de la manada.
Un caballero intentó sostenerlo y calmarlo y recibió un golpe, uno solo, pero fue suficiente para tenderlo en el piso, muerto, muerto con los ojos abiertos, como un desgraciado renegado de Dios. Los amigos consternados se abalanzaron sobre Edy en grupo y él sopló con tal fuerza que con tan solo el viento de sus pulmones, cayeron al piso amontonados como ratones y con los ojos blancos, sacando espuma por la boca, algunos vomitando hasta la sangre de sus tripas.  
Un hombre de bigotes anchos y mirada segura, vestido de impecable traje negro sacó un revolver demasiado antiguo para creer que funcionara, apuntó a Edy con la mano extendida, cerró un ojo, sacó la lengua y disparó sobre mi pretendiente enajenado.  
El disparo le dio en medio de la frente que explotó como  huevo caído al piso.   
Cayó arrodillado ante los gritos de horror de las mujeres que allí se encontraban y que habían quedado paralizadas sin atreverse a huir, ni a moverse ni a pestañear.  
Edy había caído al piso con la media cabeza que le quedaba y seguí temblando en espasmos que hacían temer que reviviera con ánimo de venganza.  
Pero no fue así.  Murió, como todos mueren, bien muerto.
Sin pensarlo el hombre se acercó sobre el muerto y le pateó el rostro con furia, una y otra vez, mientras blasfemaba y maldecía a todos apuntando a la bartola su pistolón viejo haciendo que los presentes se arrojaran al piso de a grupos mientras el hombre de bigotes disparaba sin criterio ni piedad, al aire o a la multitud.  
Un joven tomó una mesa de madera para protegerse y se acercó con su escudo improvisado al bigotudo y lo embistió con tal fuerza que al hombre se le cayó el arma y varios de los presentes aprovecharon para golpearlo con fiereza.  
Tal paliza recibió el matador de Edy que murió allí mismo.  Los hombres que eran cinco festejaban su hazaña gritando y aullando.  Uno de ellos tomó unas piezas de porcelana de una vitrina y comenzó a arrojarlas sobre el resto de los invitados que para mi sorpresa recogían la agresión como una invitación a una fiesta del demonio y se estrellaban objetos unos a otros, sin recabar en amigos ni conocidos, todo valía, con mi Edy muerto en el piso con media cabeza reventada, y la sangre corriendo de su cuerpo, el bigotudo también muerto y pálido como una pared pintada a la cal, los amigos del improvisado escudero gritando y cantando himnos toscos sobre la amistad y el destino, las mujeres chillando y riéndose en su desvergüenza y los hombres –que por lo general se hubiesen aprovechado de la locura momentánea  de las damas- castigándose con todo lo que encontraban a mano.  Del techo cayó una lámpara de caireles austríaca que valía por lo menos unos sesenta mil y se estrelló en el duro piso de mármol dispersando sus miles de pequeños cristales de bohemia por todos lados.  
Algunas de las mujeres se arrojaron encima de los cristales y se los guardaban en los bolsillos. 
Una de ellas que no encontraba como acaparar mas, comenzó metérselos en la boca y a tragarlos como dulces, mientras otra le pegaba en el lomo para que los escupa sin el menor sentido ya que el piso estaba literalmente alfombrado de cristales sueltos.  
Un hombre –que reconocí como el capitán Arredondo- encontró divertido tomar el hacha de un escudo de armas y partirla sobre el piano de cola, un Steinway, traído a fines del siglo pasado por encargue de la familia y de valor incalculable.  
Mientras el capitán rompía la reliquia, y las mujeres seguían atacadas por la demencia de una codicia sin sentido, los hombres peleaban y los muertos olvidados, logré escabullirme hacia la sala de al lado.
Tuve que obligar a mis piernas a dar cada paso, temblaba como una hoja y mi garganta estaba cerrada, mis manos regaban el piso con transpiración caliente.
Finalmente logré huir sin ser vista. 

ADRIANA DE MÉRIDA, 1956 "HISTORIA DE MARIANNE" (Ed. Ulterior Finis)


Entradas populares de este blog