Era una marca labrada con hilos dorados sobre la tersa seda roja que envolvía el pálido cuerpo de aquella mujer sin nombre.
Decía en el idioma del Norte: Venid y resquebrajaos, sed sal y espanto
Aquella mujer habitaba los palacios ocultos de la tribu perdida de Haalu en un lugar de las costas orientales, tan lejos y tan perdidas aquellas islas que ningún mapa las mencionaba.
Hombres y mujeres albinos, inmigrantes de tierras frías que habían recaído en estas frondosas y palpitantes tierras repletas de mar y cera ardiente.
El naufragio los había convertido en extraños híbridos en un mundo de nativos salvajes.
Los albinos llevaban aún con toda majestad sus trajes ceremoniales y sus tocados de plata y esmeralda. Coronas y cintos de piel, bellas formas talladas en madera de noble roble del norte se pudrían en la soledad tierra del Sur mientras el hambre y la desesperación les comía los huesos de la esperanza.
A tantas leguas y sin estrellas conocidas para guiarse, los albinos se refugiaron en lo único que les daba alguna clase de esperanza: la sensualidad y la matanza.
La seda la habían traído de un lejano pueblo de oriente que habían saqueado y desde donde venían, antes de la gran desgracia.
Los locales habían sido amables y los habían alimentado y techo.
La respuesta de los albinos fue la única que podían dar: mataron y destriparon a una raza entera.
Sin embargo estaban tristes, la matanza además de innecesaria los había dejado por primera vez en un historia que se remontaba a miles de años, con una sensación de algo innecesario. Y de hecho, no había habido ningún motivo para la cremación en vida de veinte mil nativos amables.
No fueron sin embargo sus gritos desesperados ni los llantos lo que los llevó a ese extraño estado de infelicidad con lo hecho. Fue la llegada de Gantiel
Los libros sagrados cuentan que un ángel viene a la tierra cuando es necesario y al parecer éste fue el caso. Aquel Arcángel -tal era su grado y estirpe- de inmenso poder podría haber destruido a los crueles albinos sin más miramientos y sin que se le mueva uno de sus dorados cabellos.
Pero justamente ése fue el lugar sensible que cambió la historia para siempre. Sus cabellos de oro. Al mirarlos, aquel ser divino devenido vengador celestial, se vio a sí mismo.
Eones pasaron como una rayo por su mente y recordó como él también había sido, en el comienzo de los tiempos, un ser sin noción de ser, una ocupante de un espacio ignoto, la marca cruel de la vida sobre la áspera alfombra de la tierra dejando ver su oscuridad serena en la inmensidad de la materia dura y fría, ácida y violenta. El señor de los tiempos, edecán del Altísimo, pudo retrotraerse al más remoto momento, tan cerca de aquella creación que, con luz y verbo, hizo aquel al que llaman el Primigenio.
Y tomó la piel de la serpiente y contrajo su manos con la fuerza de mil osos hambrientos mientras de su frente se desprendía una nube de tormenta y crudo trueno que resonó como el eco de los tiempos por sobre la vida y el destino de todos los presentes y para solaz de los ausentes, vivos y muertos, deshechos o renacidos, creados del lodo, del estiércol o de la misma materia que las estrellas.
Todo enredado en una remolino imparable y burbujeante que ascendía y descendía con humo verde para encontrar el equilibrio buscado, la violenta mutagénesis del infinito, la malla enceguecedora de una verdad demasiado inmensa y la reacción en cadena de las potencias que reinan en el mundo de los hombres.
Para cada ser había una regla, alguna cicatriz grabada en el éter, una marca de agua, un recuerdo en forma de dolor agudo. Y para un ángel, desobedecer una orden era como mutilarse las alas. Y así fue. Gantiel se arrancó con violencia las alas y sangró. Las gotas cayeron sobre el plumaje blanco dejando la marca de la muerte y el olor de la podredumbre por venir.
Tomó su corona de halo brillante rompió contra las rocas con la fuerza que solo un ángel podía tener.
Y se hizo humano. No lloró su destino.
Se unió a los albinos y junto a ellos continuó con la tradición tan antigua del saqueo y la muerte.
TADEO VENNEMERO, 1856 "LAS ALMAS IMPÍAS" (Ed. Porgues & Ballori)