Eran como sismos, violentas sacudidas que hacían vibrar las manos, la cabeza y el torso.
Una intensidad siniestra devenida movimiento.
El crepúsculo avanzaba sombreando el terreno. Anaranjados reflejos en los vidrios y espejos.
Cada partícula de polvo suspendida en el aire parecía reflejar un sinnúmero de brillantes motas de luz.
El calor seco y perfumado corroía las cicatrices al curadas de aquellas almas.
Toscos y punzantes, los últimos rayos del sol se abrían paso desde el costado de la tierra, muy al poniente, en donde danzan los coyotes.
Algunas aves negras de dudosas intenciones surcaban el cielo a baja altura, observándolo todo, oliendo la inminente desgracia, inmunes a los rigores del canibalismo de la tierra.
Sapos, curiosas criaturas incandescentes y mórbidas, cuyos lomos lustrosos y húmedos parecían desafiar al dios del polvo.
Resecos y partidos, los cuerpos aún vivos de los mortales se trasladaban como podían entre el polvo seco y el olor a arsénico. Los vientos cruzados parecían traer en su seno, los venenos del mundo. Y en cada hueco, habitaban insectos de patas sinuosas y miradas sin luz.
Todo el ambiente era escabroso. La miseria y el desastre se habían apoderado de esa tierra y habían convertido la alguna vez ricas y frondosas tierras de Navolona en un campo de la muerte.
No había ya dulces cantos ni recuerdos preciados, todo eso se lo había llevado el viento del oeste.
Solo quedaba un anhelo, una vaga memoria que tienen los cuerpos acerca de una era mejor, más transparente y virtuosa. Pero ahora no era así, no había lugar para semejantes memorias cuando la tierra devoraba a sus hijos.
Las serpientes que eran tantas como los buitres, parecían reclamar su reino moviéndose impunemente entre los muertos que eran muchos y los vivos que aún permanecían de pie.
Un carro tirado por dos niños esclavos avanzaba lentamente por la calle principal.
De pronto se abrió el cielo. La cortina azul y violeta se rasgó y todos pudieron ver que tras aquel manto de fantasía solo había un universo negro y oscuro. El vacío reinaba desde siempre tras esa cortina tan falsa como la sequía que tenía a todos extrañamente cautivados con su inclemente hazaña de destruirlo todo y comer las migajas de la vida.
Eso fue todo lo que alcanzamos a ver. Nuestras almas migraron a otros lugares y no nos fue revelado el destino de aquel pueblo
JOHN WISENTHAL, 1769 "LA CONQUISTA DEL SOL" (Ed. Marienbad)
Una intensidad siniestra devenida movimiento.
El crepúsculo avanzaba sombreando el terreno. Anaranjados reflejos en los vidrios y espejos.
Cada partícula de polvo suspendida en el aire parecía reflejar un sinnúmero de brillantes motas de luz.
El calor seco y perfumado corroía las cicatrices al curadas de aquellas almas.
Toscos y punzantes, los últimos rayos del sol se abrían paso desde el costado de la tierra, muy al poniente, en donde danzan los coyotes.
Algunas aves negras de dudosas intenciones surcaban el cielo a baja altura, observándolo todo, oliendo la inminente desgracia, inmunes a los rigores del canibalismo de la tierra.
Sapos, curiosas criaturas incandescentes y mórbidas, cuyos lomos lustrosos y húmedos parecían desafiar al dios del polvo.
Resecos y partidos, los cuerpos aún vivos de los mortales se trasladaban como podían entre el polvo seco y el olor a arsénico. Los vientos cruzados parecían traer en su seno, los venenos del mundo. Y en cada hueco, habitaban insectos de patas sinuosas y miradas sin luz.
Todo el ambiente era escabroso. La miseria y el desastre se habían apoderado de esa tierra y habían convertido la alguna vez ricas y frondosas tierras de Navolona en un campo de la muerte.
No había ya dulces cantos ni recuerdos preciados, todo eso se lo había llevado el viento del oeste.
Solo quedaba un anhelo, una vaga memoria que tienen los cuerpos acerca de una era mejor, más transparente y virtuosa. Pero ahora no era así, no había lugar para semejantes memorias cuando la tierra devoraba a sus hijos.
Las serpientes que eran tantas como los buitres, parecían reclamar su reino moviéndose impunemente entre los muertos que eran muchos y los vivos que aún permanecían de pie.
Un carro tirado por dos niños esclavos avanzaba lentamente por la calle principal.
De pronto se abrió el cielo. La cortina azul y violeta se rasgó y todos pudieron ver que tras aquel manto de fantasía solo había un universo negro y oscuro. El vacío reinaba desde siempre tras esa cortina tan falsa como la sequía que tenía a todos extrañamente cautivados con su inclemente hazaña de destruirlo todo y comer las migajas de la vida.
Eso fue todo lo que alcanzamos a ver. Nuestras almas migraron a otros lugares y no nos fue revelado el destino de aquel pueblo
JOHN WISENTHAL, 1769 "LA CONQUISTA DEL SOL" (Ed. Marienbad)