Hubo una época remota y dulce, en la que cada signo tenía un sentido y cada palabra un destino. Eran los tiempos en los que de un ser a otro se acortaba la distancia por el vibrar sonoro y fértil de la secreta complicidad y la mirada justa en el vértice de las ideas.
Pero luego todo se oscureció.
Tal como una cueva desconocida y repleta de terrores, los hermanos y los esposos se dieron la espalda.
Ya nadie respondía a ninguno e infinitas eran las causas de la suspicacia y el descontento.
Pasó de pronto, sin aviso, como un ave de mal agüero que sobrevolara en medio de un festejo, produciendo el frío terror de la incomprensión.
El vacío, como una fuerza todopoderosa y omnipotente recorrió los corazones para instalarse en aquel espacio. El tiempo se convirtió en un tiránico amo de las pobres almas de aquellos que aún tratando de no dejarse arrastrar hacia el pozo ciego de la desesperanza, el tedio y el vértigo al mañana, dejaban su donación de éter viviente, materia prima del alma, para morir en vida y desgastarse la piel hasta ser hueso y olvido.
La ausencia total vejaba los tibios corazones de los mortales y cuajaba en ellos oscuros resquemores y miedosas y amargas concepciones del mundo. Las atormentadas mentes apenas llegaban a respirar en el fétido aire sulfuroso y amargo para ensuciar sus cuerpos y las ideas, los mundos del protoplasma y de la percepción. Así, de a poco, fueron esos hombres y mujeres convertidos en ceniza animada, penitentes deambulando sin rumbo hacia los riscos de la desesperación y la melancolía.
Tornaron negros sus recuerdos, aún falseando y denigrando su pasado y convirtiendo cada hecho en una tosca monería sin sentido.
Un día, al cabo de muchos años de sinrazón y con la cuenta ya larga entre locos y desquiciados, llegó al pueblo un pequeño de unos seis o siete años. Vestía un simple pantalón de lino y una blusa liviana como el aire de montaña. Sus cabellos eran inusualmente largos y caían en bucles dorados hasta los hombros. Al centro mismo de la plaza se dirigió y se paró sobre un banco de plaza, que alguna vez fue verde y ahora ningún color podía reconocerse. Las gentes, por lo normal, apáticos y desinteresados cuando no violentos o temerosos, se acercaron con curiosidad, como quien ve caerse un buho de su nido. El niño se mantuvo parado, muy quieto sin posar la vista en nada, y comenzó a cantar. Su voz parecía la unión de perlas derretidas con dulce terciopelo. Fuerte y delicada a la vez, entonó melodías que ya habían sido olvidadas, bellas y simples. El encanto fue como una sirena de alerta, como un llamado a la guerra de ojos grandes y abiertos y manos firmes y frentes claras. Quizás el niño era un dios.
AMADEO LÓPEZ, 1978 "CUENTOS MUY NIÑOS" (Ed. Garilo & Pensa)
Pero luego todo se oscureció.
Tal como una cueva desconocida y repleta de terrores, los hermanos y los esposos se dieron la espalda.
Ya nadie respondía a ninguno e infinitas eran las causas de la suspicacia y el descontento.
Pasó de pronto, sin aviso, como un ave de mal agüero que sobrevolara en medio de un festejo, produciendo el frío terror de la incomprensión.
El vacío, como una fuerza todopoderosa y omnipotente recorrió los corazones para instalarse en aquel espacio. El tiempo se convirtió en un tiránico amo de las pobres almas de aquellos que aún tratando de no dejarse arrastrar hacia el pozo ciego de la desesperanza, el tedio y el vértigo al mañana, dejaban su donación de éter viviente, materia prima del alma, para morir en vida y desgastarse la piel hasta ser hueso y olvido.
La ausencia total vejaba los tibios corazones de los mortales y cuajaba en ellos oscuros resquemores y miedosas y amargas concepciones del mundo. Las atormentadas mentes apenas llegaban a respirar en el fétido aire sulfuroso y amargo para ensuciar sus cuerpos y las ideas, los mundos del protoplasma y de la percepción. Así, de a poco, fueron esos hombres y mujeres convertidos en ceniza animada, penitentes deambulando sin rumbo hacia los riscos de la desesperación y la melancolía.
Tornaron negros sus recuerdos, aún falseando y denigrando su pasado y convirtiendo cada hecho en una tosca monería sin sentido.
Un día, al cabo de muchos años de sinrazón y con la cuenta ya larga entre locos y desquiciados, llegó al pueblo un pequeño de unos seis o siete años. Vestía un simple pantalón de lino y una blusa liviana como el aire de montaña. Sus cabellos eran inusualmente largos y caían en bucles dorados hasta los hombros. Al centro mismo de la plaza se dirigió y se paró sobre un banco de plaza, que alguna vez fue verde y ahora ningún color podía reconocerse. Las gentes, por lo normal, apáticos y desinteresados cuando no violentos o temerosos, se acercaron con curiosidad, como quien ve caerse un buho de su nido. El niño se mantuvo parado, muy quieto sin posar la vista en nada, y comenzó a cantar. Su voz parecía la unión de perlas derretidas con dulce terciopelo. Fuerte y delicada a la vez, entonó melodías que ya habían sido olvidadas, bellas y simples. El encanto fue como una sirena de alerta, como un llamado a la guerra de ojos grandes y abiertos y manos firmes y frentes claras. Quizás el niño era un dios.
AMADEO LÓPEZ, 1978 "CUENTOS MUY NIÑOS" (Ed. Garilo & Pensa)