La marca fundamental de aquel encuentro había sido el engaño.
El relato de aquel hombre se había centrado en el aspecto más insignificante de una porción mínima de lo acontecido.
Para que el efecto fuese duradero y mortal, añadió detalles y precisiones que parecían corroborar cada hecho de tal manera que resultaba casi una imposibilidad el encontrar una grieta en aquella narración.
El oyente era un hombre calvo de unos cincuenta años, musculoso y de mirada salvaje, como un pájaro recién llegado de la montaña que se encontrara de improviso frente a una clase de animal que lo intrigaba. Ladeaba la cabeza para mirar de un costado y luego del otro. Su inmensa nariz de azor, afilada y amplios orificios solo ayudaban a configurar la impronta de las aves en aquel espacio regado por luces de neón y aromas de aceites quemados. Las manos crispadas y tensas como a punto de estallar en golpes o peor aún, en arañazos letales.
Eso fue lo que que pensó el narrador al ver las uñas excesivamente largas y al parecer talladas hasta parecer gemas puntiagudas cuyo propósito era lastimar e incluso matar.
El duelo estaba planteado. Un narrador exquisito y mentiroso, fabulador, rey de los artificios de la lengua y príncipe de la gracia de los gestos; del otro lado un ser de inconmensurable bestialidad latente. El ring improvisado y acordado por ambos era una vieja cafetería de la calle Astoria en antiguo barrio de Olloa. Un lugar sin miradas entrometidas y sobre todo lejos de la ley y sus esbirros y soplones.
Era un martes y la noche estaba tan calurosa que la heladera de aquel lugar apenas podía refrigerar las bebidas. El mal olor se debía en parte a la comida que caía en estado de podredumbre en algunas horas apenas y en los olores de la piel de los parroquianos habitués, no muy dados al baño por cierto.
Y allí, en aquel antro oscuro y palpitante, con los colores cambiantes del titilante cartel se encontraron dos contrincantes cósmicos. Dos extranjeros, ajenos al planeta tierra para dirimir la suerte de toda una constelación.
Las reglas eran claras e inviolables: cada cual utilizaría su estrategia matriz para imponer su voluntad al otro.
Si el narrador ganaba sería por el encanto y la persuasión de su relato. Si el hombre de la aves lo hacía, sería por la velocidad de su ataque despiadado.
Ambos se miraban como jugadores de ajedrez, con una concentración encarnizada.
Olía a sangre, a sudor y a miedo.
Y en medio de aquella tensión llevada al límite de lo posible, el camarero, de aspecto anodino y con un bigote largo, resultaba ser el árbitro, el encargado de puntuar o descalificar según fuese el caso. Un experto, un domador de situaciones, un maestro de la equidad.
Detrás de la barra, dos hombres y una mujer oficiaban de jueces, tarjetas en mano, prestos a dictaminar un ganador y una víctima.
El camarero sirvió dos cafés, uno negro y uno con crema al cual ninguno puso azúcar.
El duelo prosiguió. Desde muy lejos, en los profundo de las estrellas, dos mundos, expectantes veían decidir su destino por estos dos participantes del juego eterno de la vida y la muerte.
El veredicto era final e inapelable, unos vivirían, otros saldrían de la vida hacia el fulgor de la materia oscura del universo para perderse en la ecuación de la nada.
Nunca se supo quien ganó, no importaba. Era solo un juego más, de los cientos y miles que suceden a diario, en las circunstancias más extrañas, en los lugares más inverosímiles y a la vista de todo el mundo, lo cual era garantía de ser el secreto mejor guardado del universo.

ROB MORREY, 1974 "JUICIOS SUMARIOS A LA ETERNIDAD" (ED. Phanancia)

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