Mantaraya es el dudoso nombre del héroe de esta aventura desconocida, como era el infiltrarse en la Orden de los Convalecientes para extraer información.
Todo comenzó en la localidad de Osses, al Sur del Río Turbio y todo terminó allí.
Intentaré describir lo que ví, oí y vivencié personalmente en mis entrevistas con el hombre al que llamábamos “el intruso” y que todos conocían por el nombre de Mantaraya.
Buggy lo contrató para que hiciera de espía haciéndose pasar por un interesado en los asuntos profundos que trataban los "convalecientes" para así averiguar lo más posible sobre esta organización de la que solo se sabía que estaba compuesta por individuos de las mas diversas nacionalidades y que se reunían de vez en cuando en lugares siempre diferentes, lo cual hacía prácticamente imposible ubicarlos.
Mantaraya tenía su propia y muy interesante historia, aunque nunca pudimos saber realmente que parte era cierta y cual inventada.
Según él, había sido catapultado a la vida por su benemérita madre: Doña Ariana Osses, el 3 de abril del año en que hubo una lluvia torrencial que inundó a la hasta ahora desértica región de Malargüe.
A los pocos minutos de nacer, el temporal se abatió sobre toda la desembocadura del río Anielo provocando una creciente que llegó hasta las casas inundándolo todo.
Tal vez hubiera sido alimento de los pajarracos –o de los peces- si Jorgito Turbón, el almacenero no lo hubiese recogido y llevado a un lugar seguro para luego entregárselo a Doña Ariana.
El pueblo contaba con un comisionado, un encargado de correos y un juez que tanto casaba lugareños como condenaba cuatreros, borrachos y cada tanto –y muy a pesar suyo- arrestaba a las prostitutas danesas para mantener la “moralidad” del pueblo.
Claro que las soltaba al día siguiente no sin haberse hecho pagar el favor con creces.
Este comisionado era elegido en el pueblo por aquello que tenían “derecho a voto” y que no incluía a extranjeros ni indígenas aún cuando éstos y los otros conformaban la gran mayoría de los habitantes.
El comisionado que estaba desde hacía unos veinticinco años se llamaba Klose y le decían “el productor”, tal vez por sus quintas con naranjas que le producían enormes ganancias. Era un hombre analítico, deductor que pasaba muchas horas inmerso entre las hojas de sus libros contables, en su oficina de comisionado en el centro del pueblo.
Para poder dormir debía analizar con cuidado cada número o no se quedaba tranquilo, recorría cada hoja de sus desgloses, cuentas y demandas mientras sonreía o al menos emitía una mueca de satisfacción.
Klose había convertido su función en un apostolado aunque se forró las botas durante su gestión tomando todo como si de hecho fuese suyo, alquilando bosques, arancelando parcelas, poniendo peajes en los caminos y cobrando por los servicios de seguridad.
Había talado casi todo el bosque del norte, había arrancado las flores silvestres de las praderas al igual que las frambuesas porque las consideraba plagas y en su lugar hizo plantar kiwis, que eran el negocio del momento y para lo cual no dudó en hacer una campaña plagada de falacias y delirios de prosperidad sin par entre los dueños de las tierras.
El negocio era el siguiente: se arrancaban las flores, zarzamoras, frambuesas y fresas de raíz, se preparaba la tierra para las necesidades de los kiwis, cuyas semillas se trajeron desde Nueva Zelandia en bolsas que sumaban varias toneladas y que importaba personalmente Klose con su hermano que las transportaba desde el puerto en camiones. Una vez hecha la siembra, solo había que esperar y tomar mate hasta que se vendieran en el exterior a precios exorbitantes.
El negocio atrajo a todos los habitantes de Osses, que creyeron ver en el kiwi la salvación para sus problemas, que eran entre otros el dinero que le adeudaban a Klose.
La cosecha fue mala.
El kiwi era una fruta de dificil arraigue en esa zona y requería mucho mas cuidados de los que le habían dispensado los pueblerinos, en parte por desconocimiento y en parte porque Klose se guardó los manuales que venían con las bolsas de semillas y que indicaban toda una serie de cuidados que se había ignorado.
Klose estaba en su apogeo de felicidad, estaba tan inflado que casi salía volando convencido de su propia inefabilidad y astucia a lo cual agregó una nueva virtud que era la perseverancia y que él festejaba como un gran logro.
Mantaraya siempre consideró a Jorgito Turbon como un segundo padre.
Su almacén era su lugar preferido par jugar y así comenzó a ayudar entre juegos y juegos a Jorgito en su negocio.
La madre de Mantaraya falleció cuando éste tenía unos ocho años, sin decir nunca la identidad del padre lo cual fue un duro golpe para el niño.
Pasó a vivir en casa de unos tíos que escasa atención le brindaban aún cuando no le hicieron faltar nada.
A los veinte años se enteró de casualidad del nombre de su padre.
Sucedió en una noche en la Casa de Helena: un burdel pintoresco que estaba en la zona sur del pueblo.
Había pasado toda la noche con Gigi, la chica mas linda de Helena. La criatura era hermosa, piel blanca ojos azules como lagos una y un cuerpo de violoncello bien afinado. Además era dulce, cariñosa y tenía la particularidad de gozar en la cama junto a sus clientes.
Gigi sentía una gran atracción por Mantaraya y procuraba hacerlo sentir como una semi–dios.
Habían consumido licores, y fumado algo de un extracto parecido al opio sabiendo que nadie los molestaría hasta el amanecer y ella se lo dijo como queriendo despertarlo:
-Tu padre es Klose.
Mantaraya se fue del pueblo que lo vió salvarse, crecer, atender el almacén, estudiar poco, salir mucho y opinar siempre y de todo.
Una vez establecido en la Gran Ciudad, se había dedicado al arte de ser espía.
Comenzó con un curso por correspondencia que venía todos los viernes al departamento que alquilaba junto a Misha, una muchacha rusa, inmigrante del Cáucaso que lo había fascinado y con la cual convivía.
Allí es en donde me encontré con él la primera vez par arreglar los detalles de la investigación de la Orden, un trabajo que llevaría varios años y que resultó ser una verdadera aventura en lo desconocido, un baño en el mundo de las sorpresas.
TOM SINN, 1999 "LA ORDEN DE LA CONVALECENCIA" (Ed. Sarratea & Vergés)