Mauricio Arbot fue un reconocido hombre de ciencia desaparecido durante la primera mitad del siglo XIII.
Las circunstancias de su extraña forma de dejar nuestro mundo son hasta ahora controversiales.
Lo que aquí escribimos nos fue relatado por lo monjes Chipriotas y que según ellos, es el fiel reflejo de una realidad sucedida en este lugar, hace quinientos años.
Las conspiraciones, el engaño y la traición estaban en aquel entonces como hoy día a la orden.
El mundo era un lugar difícil en el que sobrevivir como fuera, era ley.
Arbot había desarrollado una mente de estratega y una sensibilidad de artista.
La combinación de ambas le había dado una extraña cualidad a su inteligencia, no exenta de cierta malicia y de un humor de ajedrecista consumado.
Había sido mandado a llamar por el rey Jorge para que inventara una fórmula para la inmortalidad. Arbot, que no pensaba caer en la trampa del fracaso, se negó a semejante encargue pero aceptó intentar con una pócima que retardara considerablemente la vejez.
Luego de varios infructuosos intentos con animales fue encontrando un patrón que llamó "ley de humedad continua" y que resolvía la aparente paradoja de la cantidad de moléculas de hidrógeno en una determinada cantidad de nutrientes y en la formulación de los líquidos.
Su aceitada intuición le decía que había alguna clase de secreto a voces en el vasto mundo del mar. Específicamente en los peces.
Arbot había observado que no importaba quien, cuando ni como era el pescador, los peces parecían siempre iguales.
Solo el tamaño los hacía distinguibles y uno podía deducir la edad pero aún así eso era aparente. Habían sido hallados peces gigantes que incluso excedían el tamaño habitual para su especie: corvinas gigantes, truchas que parecían haber sobrevivido más allá de cualquier cálculo razonable.
Y lo más extraño era que los peces, sin importar su edad, no presentaban arrugas ni deterioro en su órganos.
Dedujo entonces que el agua como elemento que los contenía, ejercía un efecto parecido al de una vacuna: lo que al humano arrugaba, al pez lo inmunizaba.
Así, se propuso indagar en el misterio de la vida en el mar y así poder preparar la fórmula solicitada.
Llegó el día en que Arbot se sintió lo suficientemente seguro como para presentar su ungüento al rey Jorge.
Lo hizo con todas las formalidades del caso y ante una corte que esperaba con la doble intención de aplaudir y felicitar si el invento funcionaba o disfrutar de antemano la ya predecible decapitación o muerte por asfixia que le esperaría al pobre hombre en caso de que el invento en cuestión fuera inservible o de efecto demasiado leve.
Arbot sabía esto y tomó sus precauciones.
Presentó su teoría, habló de peces, mares y enseguida pasó a profundizar con palabras que parecían de alquimia y que por supuesto nadie entendía.
Sacó de su pequeño arcón un pote de nácar y lo abrió con cuidado, como si se tratara de un elemento explosivo. Tenía atrapada la atención de todos.
Hizo pasar a una señora de alguna edad y le propuso hacer desaparecer las arrugas de su rostro en cuestión de minutos, incluso segundos. Las damas se abalanzaron con la idea siempre vigente de la eterna juventud y belleza.
Pero aparentemente la crema no actuó como se esperaba.
Por algún motivo la piel de la dama no solo no mejoró sino que empeoró hasta dejarla convertida en una caricatura andrajosa y lamentable.
El salón se llenó de murmullos y la indignación cundió entre los presentes que querían quemar allí mismo al inventor.
De pronto y ante la sorpresa de todos, el rey Jorge se paró y llamó a silencio.
El inventor sacó entonces de su arcón un pescado: un salmón rosado un tanto podrido de fuerte olor.
Lo tomó de la cola y le propinó a la mujer un tremendo golpe con la cabeza del pescado que la hizo gritar de dolor.
Cuando a los pocos segundos se recuperó, las arrugas habían desaparecido y la mujer parecía una adolescente.
Veinte guardias aparecieron entonces con enormes arcones. Diez contenían las cremas de Arbot y fueron repartidas entre los presentes que se untaron con ella hasta quedar embadurnados como tortas de cumpleaños.
Cientos de refinados cortesanos con sus rostros llenos del ungüento del inventor.
A continuación los otros diez soldados abrieron otros cofres aún más grandes y repartieron salmones pasados a los presentes que ayudándose mutuamente se cacheteaban y golpeaban con los pescados buscando la inmortalidad.
El rey se retiró y se encontró en secreto con Mauricio Arbot en una cámara oculta.
Lo felicitó por la broma y le dio un salvoconducto hacia la el continente y una buena suma de monedas de oro.
El buen inventor entregó a cambio el verdadero ungüento que según cuentan mantuvo al rey vivo, sano y jovial hasta los ciento veintitrés años.
ADELMIR CARVAHLO SOUSA POUDES, 1755 "DEUS EN HOMEN" (Ed. Maseió)
Las circunstancias de su extraña forma de dejar nuestro mundo son hasta ahora controversiales.
Lo que aquí escribimos nos fue relatado por lo monjes Chipriotas y que según ellos, es el fiel reflejo de una realidad sucedida en este lugar, hace quinientos años.
Las conspiraciones, el engaño y la traición estaban en aquel entonces como hoy día a la orden.
El mundo era un lugar difícil en el que sobrevivir como fuera, era ley.
Arbot había desarrollado una mente de estratega y una sensibilidad de artista.
La combinación de ambas le había dado una extraña cualidad a su inteligencia, no exenta de cierta malicia y de un humor de ajedrecista consumado.
Había sido mandado a llamar por el rey Jorge para que inventara una fórmula para la inmortalidad. Arbot, que no pensaba caer en la trampa del fracaso, se negó a semejante encargue pero aceptó intentar con una pócima que retardara considerablemente la vejez.
Luego de varios infructuosos intentos con animales fue encontrando un patrón que llamó "ley de humedad continua" y que resolvía la aparente paradoja de la cantidad de moléculas de hidrógeno en una determinada cantidad de nutrientes y en la formulación de los líquidos.
Su aceitada intuición le decía que había alguna clase de secreto a voces en el vasto mundo del mar. Específicamente en los peces.
Arbot había observado que no importaba quien, cuando ni como era el pescador, los peces parecían siempre iguales.
Solo el tamaño los hacía distinguibles y uno podía deducir la edad pero aún así eso era aparente. Habían sido hallados peces gigantes que incluso excedían el tamaño habitual para su especie: corvinas gigantes, truchas que parecían haber sobrevivido más allá de cualquier cálculo razonable.
Y lo más extraño era que los peces, sin importar su edad, no presentaban arrugas ni deterioro en su órganos.
Dedujo entonces que el agua como elemento que los contenía, ejercía un efecto parecido al de una vacuna: lo que al humano arrugaba, al pez lo inmunizaba.
Así, se propuso indagar en el misterio de la vida en el mar y así poder preparar la fórmula solicitada.
Llegó el día en que Arbot se sintió lo suficientemente seguro como para presentar su ungüento al rey Jorge.
Lo hizo con todas las formalidades del caso y ante una corte que esperaba con la doble intención de aplaudir y felicitar si el invento funcionaba o disfrutar de antemano la ya predecible decapitación o muerte por asfixia que le esperaría al pobre hombre en caso de que el invento en cuestión fuera inservible o de efecto demasiado leve.
Arbot sabía esto y tomó sus precauciones.
Presentó su teoría, habló de peces, mares y enseguida pasó a profundizar con palabras que parecían de alquimia y que por supuesto nadie entendía.
Sacó de su pequeño arcón un pote de nácar y lo abrió con cuidado, como si se tratara de un elemento explosivo. Tenía atrapada la atención de todos.
Hizo pasar a una señora de alguna edad y le propuso hacer desaparecer las arrugas de su rostro en cuestión de minutos, incluso segundos. Las damas se abalanzaron con la idea siempre vigente de la eterna juventud y belleza.
Pero aparentemente la crema no actuó como se esperaba.
Por algún motivo la piel de la dama no solo no mejoró sino que empeoró hasta dejarla convertida en una caricatura andrajosa y lamentable.
El salón se llenó de murmullos y la indignación cundió entre los presentes que querían quemar allí mismo al inventor.
De pronto y ante la sorpresa de todos, el rey Jorge se paró y llamó a silencio.
El inventor sacó entonces de su arcón un pescado: un salmón rosado un tanto podrido de fuerte olor.
Lo tomó de la cola y le propinó a la mujer un tremendo golpe con la cabeza del pescado que la hizo gritar de dolor.
Cuando a los pocos segundos se recuperó, las arrugas habían desaparecido y la mujer parecía una adolescente.
Veinte guardias aparecieron entonces con enormes arcones. Diez contenían las cremas de Arbot y fueron repartidas entre los presentes que se untaron con ella hasta quedar embadurnados como tortas de cumpleaños.
Cientos de refinados cortesanos con sus rostros llenos del ungüento del inventor.
A continuación los otros diez soldados abrieron otros cofres aún más grandes y repartieron salmones pasados a los presentes que ayudándose mutuamente se cacheteaban y golpeaban con los pescados buscando la inmortalidad.
El rey se retiró y se encontró en secreto con Mauricio Arbot en una cámara oculta.
Lo felicitó por la broma y le dio un salvoconducto hacia la el continente y una buena suma de monedas de oro.
El buen inventor entregó a cambio el verdadero ungüento que según cuentan mantuvo al rey vivo, sano y jovial hasta los ciento veintitrés años.
ADELMIR CARVAHLO SOUSA POUDES, 1755 "DEUS EN HOMEN" (Ed. Maseió)