Serpentinas de hule blando ardían y estallaban sin cesar en aquel festejo pagano. 
Un ritual de potencia inusual, de movimientos sinuosos y violentos unidos a una particular forma de celebrar el principio de todos los comienzos, nos invitaba a la colocación de la piedra fundacional de este nuevo sistema solar. 
Habíamos sido enviados para participar del evento y nos habían pedido que dijéramos unas palabras alusivas. 
Sin embargo, una vez allí, nada de eso parecía realmente necesario. 
Más bien el ambiente nos invitaba a observar en silencio sin intervenir ni alterar el orden reinante. 
Era claro, una forma muy particular de orden: la ausencia casi absoluta de un criterio de uniformidad ni la posibilidad alguna de prever movimiento o situaciones. 
Todos los seres allí presentes, venidos desde los lugares más remotos del gran vacío, entonaban sus himnos y danzas típicas y peculiares. 
Había un grupo bastante numeroso de pequeños hombrecillos que parecían ser hechos de venecitas de colores. Su aporte era una multicolor danza de cubos que se movían en el éter intercalando formas y figuras hasta crear verdaderas estructuras que parecían darle alguna clase de nivelación a aquella efusión de ideas. 
Al costado, moviéndose como una gelatina blanda, estaban los llegados de los confines interiores, una zona en la que la fluidez y la escasa resistencia a la abrasión era fundamental para la vida. Su presencia era como campos magnéticos de los que afloraban otros más pequeños que parecían tener descendencia segundo a segundo formando una enorme pared de agua blanda. 
Con firmeza irrumpieron los seres de sal. Magníficas criaturas tan blancas que lastimaban las vista con sus aristas bien formadas y su natural tendencia a la unión con las estructuras húmedas. Eran lilas y rosadas y dentro de sí, portaban luces que daban cierta paz en el espacio circundante.
Por una puerta temporal abierta de para en par que parecía succionar el alma del mundo, ingresaron los reyes de la córnea. Entes grandísimos que eran todo ojos. Pupilas en movimiento constante buscando adaptarse a la luz y los gases coloridos y explosivos.
De las madres tarántulas se sabía poco, sus extremidades largas, filosas y pegajosas se agarraban a cada gota de agua por minúscula que fuera y entonces parecían flotar.
El oscuro resplandor era el aporte de los cuervos, una dinastía de seres que, negros como sombras, solo existían como reflejo oscuro de los cuerpos existentes.
En batallón considerable llegaron los madreselvas, retorciendo sus tallos y verdeando el campo de acción.
La sorpresa la dio la aparición inesperada de los ultravulcanos, increíbles criaturas que escupían lava ardiente de sus más de mil orificios. Quemaban con fuego líquido todo a su alrededor convirtiendo las piedras en estanques y los troncos en brasas.
Cuando los arcángeles llegaron cargados de prístina fluorescencia, todos sonrieron y se miraron satisfechos.
Luego del gran armado final, todo fue como una epifanía, un desgarro de los por general repetitivos conciertos que se brindaban en esas ocasiones.
Si bien nuestra presencia pretendía ser más bien calma y serena, en un momento decidimos todos al unísono cantar la canción de la plenitud con la voces más graves que el mundo sonoro conozca. 
Así, como desde los tiempos más lejanos, perdidos en la cuenta de las eras, dimos luz a un nuevo mundo.

ROGELIO IÑAZABAL, 1923 "DE LA CREACIÓN Y EL CAOS" (Ed. Poliarma)

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