Su nombre era Kate. Su aspecto descuidado y sensual. Su destino manifiesto era una muerte joven y violenta.
Cuando acabó de escuchar lo que la astróloga tenía para decirle pensó en aquello de morir pronto no era algo que ella estuviese dispuesta a aceptar con mansedumbre. El problema era como resolver algo que parecía estar dado por potencias que superaban a la humanidad en todos los sentidos posibles. Sabía que escapar del destino sería, no solo una imposibilidad sino también un acto de innecesaria mezcla de zoncera y soberbia. También podía anticipar, sin lugar a duda que fracasaría como habían caído los humanos frente al señorío de los dioses. Tan solo recordar a Edipo y otros tantos desgraciados le hacían tener la sensatez necesaria para descartar aventuras dislocadas y absurdas.
Pero Kate tampoco pensaba darse por vencida. Intuía una vía de escape en el intrincado laberinto que proponían los astros.
Una tarde lluviosa y fría caminó con sus botas amarillas de goma y su paraguas rosado y verde hacia el risco más alto del pueblo desde donde se divisaban las olas rompiendo contra la roca, tallando, como el destino la estructura misma del alma de los elementos. Miró para abajo y sintió vértigo. Un paso al frente y abrazaría la muerte y su destino quedaría sellado.
Había comprado pan de amapolas y un café que llevó en un recipiente de cerámica. Dispuso un mantel a cuadros sobre el pasto y se sentó de espaldas al risco. De un sobre sacó una mermelada de papaya y ciruela y la untó con ganas. Mordió aquel sencillo manjar y a medida que tragaba sentía como su espacio personal se ampliaba hasta percibir incluso que ella misma era aquella hogaza de pan bajando por el interior de su cuerpo, intensa y sabrosa. Se vio sumergirse en un lago infinito ardiente y deshacerse como un fantasma en la inmensidad. Se hizo una con el aire y el agua, con la piedra y las estrellas. Un viento violento y arremolinado se hizo cargo de su impronta y como una huella de silicio se arrastró hacia lo alto del cielo volando como un ave ensangrentada hacia una galaxia lejana hasta deshacerse en miles de colores y sonidos, tan amplios y luminosos que ni siquiera podría nombrar ni expresar con humanas palabras y luego fue lluvia y se desplegó sobre todos los soles como una hiedra vertiginosa que crecía entre piedras invisibles y sus brazos se extendieron como millones de bellas mariposas de todas las formas, livianas y abstractas como líneas dibujadas sobre un cartón infinito y vio como finalmente todo se fundía en un solo punto pequeño e intenso en medio del más grande magma de luz que hubiese podido soñar.
Esa fue la visión de Kate que duró la parte más pequeña de una milésima de un micro segundo y fue suficiente para comprender que había un propósito en todo lo que había sucedido.
Creyó comprender por fin y no sin tristeza, que su astróloga estaba loca, que era una farsante y que su horóscopo no prometía la temida muerte temprana sino solo una atisbo, una mirada al mundo detrás de la cortina oscura. Eso la alivió. La visión había cesado y había dejado su marca en forma de cuatro pequeños puntos en su mano izquierda del que salía una líquido rojo. Era sangre. En su otra mano Kate sostenía un tenedor. Notó que en el éxtasis de su sueño personal y visionario se había clavado aquella pieza de metal, no solo en su mano sino en varias partes del cuerpo y ahora manaba sangre de al menos cien partes de su cuerpo. No se horrorizó. Se levantó en medio de una fría brisa marina, miró al infinito y con una sonrisa hermosa corrió hacia el risco y se arrojó al vacío.
Un viento frío la deshizo en el aire, nunca llegó al fondo.

YAEL MOGUILIEV, 1923  "PARADOJAS DEL ARCO DE LOS TIEMPOS" (Ed. Lochin-Vasil)

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