Sucedió en una aldea del norte de Westfalia una mañana fría de abril del año 1395.
Estaba previsto que los monjes harían una de sus escasas salidas del monasterio para honrar la memoria del difunto Johannes Weider-Lohann, quien fuera el fundador de la orden y creador de los principios y leyes que regulaban aquella institución vinculada parcialmente con la iglesia pero lo suficientemente autónoma para confeccionar sus propias reglas.
La procesión consistían en los más de mil miembros portando sus trajes monásticos: túnica negra con capucha ribeteada con símbolos hechos con hilos de oro.
En sus manos traían una vela encendida y del cinto pendían látigos y cruces.
Un collar de hierro con borlas de oro sujeto al cuello.
Los ojos tapados con vendas negras.
Caminaban atados unos a otros en fila y ninguno podía ver.
El que iba adelante, iba guiado por la voz de un extraño ser mitad pájaro y mitad humano que llevaba una máscara de cuero sobre su cabeza de ave.
En la mano tenía un gran bastón tallado y de su pico puntiagudo se escuchaba un graznido que ensombrecía el ambiente produciendo miedo y aún terror entre los presentes.
Los mil encapuchados caminaban de manera extraña. Un pie adelante y luego dos pasos con el otro pie y así sucesivamente, de manera que nunca parecía algo armónico sino que se asemejaba a una oruga epiléptica.
Una vez llegados a la plaza del pueblo, los monjes se detuvieron al unísono a la orden de su líder, el hombre pájaro.
Rodearon el lugar y arrojaron las velas al centro.
Todo se prendió fuego: los pastos, las figuras de madera y la inmensa cruz de más de quince metros de alto que estaba emplazada en el centro.
El fuego ardía y todo lo consumía.
El silencio solo era interrumpido por los chispazos violentos y el crepitar de las llamas gigantes.
Cuando el fuego se hizo uno, en el apogeo de su fulgor, los monjes ingresaron caminando al mismo en silencio absoluto.
Se incineraban a medida que se hacían uno con las llamas naranjas y rojas entre el humo y el olor a carne chamuscada.
El hombre pájaro comenzó a crecer en tamaño hasta ser casi tan alto como el la hoguera y desapareció como una ilusión.
Los monjes continuaban ardiendo sin siquiera emitir un grito.
Todo el pueblo observaba pasmado y en respetuoso silencio. Algunos, demasiado sensibles se tapaban el rostro para no ver aquel espectáculo digno del señor de los Avernos.
Al cabo de varias horas el fuego cesó no teniendo ya más nada que consumir.
Un humo grueso y espeso lo envolvía todo produciendo arcadas y ahogamiento entre los presentes.
Cuando al anochecer, el viento despejó el aire, no se vio ni un rastro de lo ocurrido.
Nada en absoluto.
Ni tierra quemada, ni monjes muertos, ni siquiera un vestigio de lo acontecido.
Todos los aún presentes miraron al lejano monasterio y vieron que la luz central se había prendido nuevamente.
Eso significaba una sola cosa: los mil monjes vivían y volverían al año siguiente en el ritual de purificación más esperado y que tenía por objeto lavar las culpas de aquel pueblo, que eran muchas y graves.
El alivio reino entre todos y en un tácito y secreto acuerdo sabían que podrían pecar y maldecir por un año más.
JAROSLAW KUPTCHEK, 1411 "RITOS DE UN DIOS OSCURO" (Ed. Archivos Omnium Ignis)
Estaba previsto que los monjes harían una de sus escasas salidas del monasterio para honrar la memoria del difunto Johannes Weider-Lohann, quien fuera el fundador de la orden y creador de los principios y leyes que regulaban aquella institución vinculada parcialmente con la iglesia pero lo suficientemente autónoma para confeccionar sus propias reglas.
La procesión consistían en los más de mil miembros portando sus trajes monásticos: túnica negra con capucha ribeteada con símbolos hechos con hilos de oro.
En sus manos traían una vela encendida y del cinto pendían látigos y cruces.
Un collar de hierro con borlas de oro sujeto al cuello.
Los ojos tapados con vendas negras.
Caminaban atados unos a otros en fila y ninguno podía ver.
El que iba adelante, iba guiado por la voz de un extraño ser mitad pájaro y mitad humano que llevaba una máscara de cuero sobre su cabeza de ave.
En la mano tenía un gran bastón tallado y de su pico puntiagudo se escuchaba un graznido que ensombrecía el ambiente produciendo miedo y aún terror entre los presentes.
Los mil encapuchados caminaban de manera extraña. Un pie adelante y luego dos pasos con el otro pie y así sucesivamente, de manera que nunca parecía algo armónico sino que se asemejaba a una oruga epiléptica.
Una vez llegados a la plaza del pueblo, los monjes se detuvieron al unísono a la orden de su líder, el hombre pájaro.
Rodearon el lugar y arrojaron las velas al centro.
Todo se prendió fuego: los pastos, las figuras de madera y la inmensa cruz de más de quince metros de alto que estaba emplazada en el centro.
El fuego ardía y todo lo consumía.
El silencio solo era interrumpido por los chispazos violentos y el crepitar de las llamas gigantes.
Cuando el fuego se hizo uno, en el apogeo de su fulgor, los monjes ingresaron caminando al mismo en silencio absoluto.
Se incineraban a medida que se hacían uno con las llamas naranjas y rojas entre el humo y el olor a carne chamuscada.
El hombre pájaro comenzó a crecer en tamaño hasta ser casi tan alto como el la hoguera y desapareció como una ilusión.
Los monjes continuaban ardiendo sin siquiera emitir un grito.
Todo el pueblo observaba pasmado y en respetuoso silencio. Algunos, demasiado sensibles se tapaban el rostro para no ver aquel espectáculo digno del señor de los Avernos.
Al cabo de varias horas el fuego cesó no teniendo ya más nada que consumir.
Un humo grueso y espeso lo envolvía todo produciendo arcadas y ahogamiento entre los presentes.
Cuando al anochecer, el viento despejó el aire, no se vio ni un rastro de lo ocurrido.
Nada en absoluto.
Ni tierra quemada, ni monjes muertos, ni siquiera un vestigio de lo acontecido.
Todos los aún presentes miraron al lejano monasterio y vieron que la luz central se había prendido nuevamente.
Eso significaba una sola cosa: los mil monjes vivían y volverían al año siguiente en el ritual de purificación más esperado y que tenía por objeto lavar las culpas de aquel pueblo, que eran muchas y graves.
El alivio reino entre todos y en un tácito y secreto acuerdo sabían que podrían pecar y maldecir por un año más.
JAROSLAW KUPTCHEK, 1411 "RITOS DE UN DIOS OSCURO" (Ed. Archivos Omnium Ignis)