Yo soy Denise, o mas bien me llamo Denise, y en realidad tampoco ese es mi nombre real. Nací con el nombre de Alicia Tobal y no soy millonaria.  
Trabajé como instructora de deportes de alto riesgo hasta que tuve un accidente volando en parapente en el cual perdí a mi novio lo cual me sacó las ganas de aventurarme en el mundo de la adrenalina.  
Ahora estoy excedida al menos 25 kilos de mis peso, encerrada en mi departamento de la calle Mendia al 500 entre la Facultad y el cine viejo “Atlas”.
Me involucré con el caso de la orden de la Convalecencia debido a mi padre, el doctor Tobal que fue un miembro activo antes de morir, de modo extraño al caer de un puente en la ciudad italiana de Mantina.  
Quería saber algo mas de la orden que le ocupaba la mayor parte de su tiempo, aún el tiempo que yo pretendía para mí.  
Nada Me hubiera mas feliz que estar mas tiempo con mi padre.  Era un buen padre.  De chica me llevaba a ver nacer los animalitos del zoológico, nunca supe como hacía para saber cuando ocurrirían los alumbramientos.
Imaginé diversas teorías: la primera era que se conseguía un listado de algún empleado del zoo con los datos de los animales y sus posibles fechas de parición, la segunda era que era vidente, que tenía alguna bola de cristal en la que leer los designios de la naturaleza.  
Aún hoy no sé como lo sabía, pero no olvidaré el sublime espectáculo de los nacimientos.   
Mas adelante mi padre comenzó a leerme cuentos todas las noches, pero no esos cuentos para niños en los que los personajes tienen nombres como Pilín, Gugui, Totito o el gusanito Pichu.  No, éstos eran cuentos de magia indescriptible, de misterios y de miedo, de personajes oscuros y mensajes poco claros.  Orwen, Calayosa, Tito Luber, Aráncowitz  y tantos otros que entraron temprano en mi aún fresca y moldeable mente, formando miles de imágenes, cientos de ideas, enormes dudas, miedos y certezas de que el mundo de los demás estaba vaciado de poder.  
Así crecí hasta los doce años en que nos mudamos a Las Palmas en la localidad correntina mas agreste de todas las habitables.  
Allí comencé a ir a una escuela rural -casi todos hijos de campesinos y colonos-, y a interesarme por las carreras y el remo.  Mi padre era biólogo, un investigador dedicado en alma y cuerpo al estudio de la relación de las raíces con el efecto curador de los antiguos chamanes.  
En la zona había un tipo de arbusto muy especial, la Pota Porá que los nativos venían utilizando desde hacía siglos sin que los colonizaodres y educadores supieran para que servía. Suponían que simplemente era una tradición, alguna costumbre añeja que no querían perder y la toleraron  como algo inofensivo.  
Lo que cautivó a mi padre era que ninguno de los residentes de Las Palmas moría de enfermedades terminales que son tan comunes en las grandes ciudades. 
Los hacendados, consultados sobre el tema simplemente opinaban que la vida sana, la escasez de mejoradores químicos -como el bromato en el pan o el nitrito de sodio en la carne- o la buena suerte influían en esto, nada más.
Mi padre no opinaba igual, su olfato de cazador de rarezas lo prevenían contra lo obvio.  
Consiguió un subsidio del Fondo Nacional de Ciencias para  investigaciones y nos llevó a –a mamá y a mí- a vivir a la selvática región.
La casa estaba ubicada al lado del río Amenacito, un brazo desviado y sinuoso del Río Ute que llegaba desde el Amazonas.  Estaba ubicada a unos treinta metros hacia adentro de la costa y montada sobre pilotes de madera para evitar que las constantes subidas del agua nos inundaran.  La Pota Porá crecía alrededor de zonas húmedas y mi padre había construido un invernadero para mantener los gajos y seleccionar a las especies que creía mas útiles.  
Habíamos recibido algunas amenazas para abandonar la región y a mi padre no se lo veía con buenos ojos, tomándolo por una especie de alterador del orden establecido, como alguien que fuera a revolver demasiado en aquel silencioso y aparentemente tranquilo paraje.   
Estando nosotros fuera de la casa, un grupo de personas irrumpió a palazos destruyéndolo todo, los vidrios, las mesas, los tubos de ensayo, y las especies seleccionadas de Pota  Porá fueron incendiadas.  Un mensaje escrito con tierra sobre la pared blanca nos dejó claramente el mensaje “VÁYANSE, BRUJOS”.  Y nos fuimos. 

ROLANDO NIMIÉ-BARBOZA, 1987 "POTÁ PORÁ" (Ed. Universidad Sur Litoral)

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