Carlos Arrupa se dirigió solemnemente hacia la habitación prohibida. Con pasos lentos y el arma cargada colgando de su mano derecha, escrutaba la oscuridad relativa buscando señales de peligro.
Su oficio de matador lo hacía sentirse orgulloso. Heredero de una larga tradición de expertos en el arte de ejecutar, encontraba su particular actividad revestida de una halo sagrado. Matar sin dolor a aquellos cuya condena ya había sido escrita. Curiosamente o por implícita negación jamás se preguntaba acerca de la justicia de los veredictos que enviaban sus contratantes. Sencillamente se limitaba a hacer el trabajo según los procedimientos y con la máxima impecabilidad. Se consideraba como un enviado, se veía a sí mismo como un agente del alivio, con la función casi divina de hacer emigrar el alma, aliviar el dolor y eliminar la culpa.
Un sacerdote de la muerte.
Así, desde su más tierna infancia, en la que a sus cinco años tomó un gatito lastimado y decidió que antes de que continuara sufriendo sería mejor que muera pronto. Y le clavó un cuchillo en el pecho. Lo enterró con lágrimas en los ojos y dejó una pequeña piedra como recuerdo.
Ahora ya grande y maduro, dejaba una piedra en cada víctima. Con un punzón grababa el nombre del desgraciado y a veces, según su ánimo y dependiendo de la simpatía que le despertara, le dedicaba un pequeño dibujo tallado; una flor, unas líneas y a veces -solo de en ocasiones especiales- incluso las pintaba de colores.
Carlos Arrupa continuó su lento subir por las escaleras de madera. La pistola de caño largo y brillante metal plateado contrastaba con la escasa iluminación y el clima más bien opresivo de aquel lugar.
Su forma de trabajo era tan sencilla como simple. Le entregaban una foto con un nombre y una dirección. Las tres cosas debían coincidir. No podía haber errores.
Abrió la puerta con su llave ganzúa y encontró dentro, sentada frente a él, con rostro desafiante a una joven de unos trece años muy rubia y con enormes ojos que de tan celestes parecían transparentes. Lo miraba fijo a los ojos. Sin embargo no buscaba ni intimidar ni mucho menos parecía haber algún rastro de súplica en aquella mirada. Era como la quintaesencia de la aceptación.
Se cruzaron la mirada y ambos comprendieron que sus destinos estaban ya sellados. Cada uno jugaría su rol, como actores de una obra cuyo desenlace ni siquiera podían imaginar y conocer ni siquiera en que contexto fue escrito el libreto ni por quien.
Pero una obra debe tener siempre lista una sorpresa.
Cuando Carlos Arrupa estuvo a punto apretar el gatillo con el caño perfectamente apuntado a la blanca frente de Cecilia Madanes un pájaro se estrelló en el vidrio del quinto piso quebrándolo y escupiendo astillas. En ese instante signado por la rareza y acaso la complicidad de los astros, el ventilador prendido y en dirección del ejecutor, hizo volar algunas astillas de vidrio directamente a sus ojos cegándolo. Como buen profesional intentó su tiro, pero la joven del susto por el ruido se echó hacia atrás y la bala apenas le rozó la sien.
Cecilia se levantó y corrió hacia el ahora ciego portador de la muerte y tomó su mano. Lo condujo hacia el lavabo en donde le enjuagó los ojos. Él, manso y entregado se dejó llevar y mientras de sus párpados caían gotas de sangre sobre la blanca porcelana recordó vagamente que aquella pequeña mujercita no era una persona común. Era una bruja blanca. Descendiente de un largo linaje de hechiceras con poderes incomprensibles, nadie había podido exterminarlas ni aún desde los tiempos de la inquisición y las cazas a fuego de antorchas en las que quemaban mujeres en inmensas piras frente al pueblo todo.
Cuando aceptó la misión, sabía también que había sido firmado en algún plano del mundo de las causas, su propia defunción. Nadie había logrado matar a una bruja y salir indemne. Los pocos que habían conservado la vida sufrieron una sin fin de desgracias y sus pesadillas los arrastraban a oscuros lugares en donde terminaban locos o directamente sin mente.
Cecilia era atípica en todos los sentidos. Jamás había echado una maldición y aún conociendo los misterios de las anomalías energéticas, rehuía de los embrujos y hechicerías. Y ahora, con sus manos lavando la sangre de los ojos de un asesino disfrutaba de poder ayudar con el antiguo arte de curar.
Al rato, ambos estaban sentados frente a frente, ella contemplándolo y él, viendo apenas como una nube difusa le confesó su amor. Fue como un rayo, una inspiración. Simplemente dijo lo que vino en mente, sin pensarlo y sin medir consecuencias. La había podido contemplar por meses, tenía su foto y había averiguado todo sobre ella; esa era la rutina de un cazador. Ella, aún tan joven no pudo más que sonrojarse. Prometió que cuando cumpliera algunos años más se casaría con él y puso una condición de hierro: ninguno de los dos dejaría su actividad.

JOSHUA BORS, 1988 "HISTORIAS CRUZADAS DE DEMONIOS Y SANTOS" (Ed. Parramis)

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