Huir de la intensidad. Ese era su sino, la marca de su destino y la formulación de su defensa contra todo lo que consideraba tóxico.
Sabía por su larga experiencia en el campo de la negación que el arte de eludir los segmentos críticos en donde los puntos nodales hacían su nido primario, era fundamental para conservar la cordura.
Podía medir las distancias entre lo óptimo y lo peligroso con solo el olor del viento.
Tenía un don para la intervención elusiva y una práctica aceitada en la contemplación de mundos alternos.
Su espacio interno estaba modelado por un barro demasiado fino como para dejarlo a la vista y sentía que podría quebrarse si aquella barrera de lodo invisible no estuviese allí para protegerlo.
Cada determinado tiempo concebía una estratagema para despistar a sus posibles agresores y a curiosos en general.
Su máscara era la ausencia de disfraz y la diáfana mirada que jamás delataba más que aquello que quisiera.
Podía montar en cólera desde la segura protección de la distancia pertinente, tras escudos que de tan invisibles confirmaban su singular efectividad.
Podía expresar su asco y desagrado sin siquiera ofender ni lastimar.
Se arrodillaba frente a los santos de todas los credos y con todos ellos mantenía pactos secretos.
Azotaba sus hombros con el candor de un estudiante de la fe mientras estudiaba los salmos y versículos de los libros sagrados de Oriente y leía las tallas de los mesoamericanos.
Tomaba algo de vino de vez en cuando tan solo para recordar que era abstemio.
Sudaba letras de mercurio blando mientras se arrinconaba contra las pared de la vida para verter su cáliz de incesante derroche de fantasías.
Algunas veces lograba deshacerse de sí mismo y transformarse en una ave furtiva experta en el arte de la caza nocturna. Otras en cambio se visualizaba como una serpiente rastrera y cruel sin más sentimientos que los de una voracidad sin límites ni zonas grises.
El cielo era para esta criatura tan solo un espejo en donde mirar sus propias concepciones y la noche le aguardaba con el encanto de lo anónimo y secreto.
La voz se le hacía agua gélida frente a los tormentos de las intensidades del alma y continuaba su huída hacia la zona de las exaltaciones menos estridentes.
Rogaba salir indemne de cada una de sus miserias a pesar de que el eje de sus pensamientos yacían en lugares inaccesibles y en reinos soberanos.
La muerte de su propia alma se dio un día durante la estación del florecimiento y asistió acongojado al entierro de su cuerpo en un lugar lejano y triste en donde ya nadie lo visitaría ni en esta existencia ni en ninguna otra.
En lo profundo de la tierra de los gusanos pudo observar que lo negro es negro y que el barro se hace con agua. Dedujo que si lograba tragar la suficiente cantidad de inmundicia sin volver a morir habría alguna posibilidad de salvación y acaso redención.
Luego de tiempos inmensamente largos en los lugares más horrendos de la espesura en los mundos más lejanos, un día se despabiló y se prometió renacer.
Juró por las estrellas inmolarse nuevamente cuando fuese necesario y apostó su inmortalidad a que el ruido acabaría en silencio.
ENRIQUE FOURCADE-SANTOS , 1933 "LLAMADOS A LA RAZÓN PRIMERA" (Ed. Barrientos y Cané)