La insensatez como recurso contra el pánico. Esa era la fórmula preferida del rey durante los últimos años de su venerable existencia. Parecía una especie de burla siniestra en la que las palabras ya no designaban a las cosas sino al contrario, se referían a toda clase de inexistencias. Arbitrario cuando no cruel, el rey se la pasaba indagando en todo aquello que no concernía a su vida ni a su reino. Preguntas abstrusas y rebuscadas cuyo único propósito era la incomunicación y respuestas duras y enérgicas a cuestiones nunca formuladas. Era extraño, incoherente, salvajemente indomable y hábil hasta hacer doler el hígado con sus punzantes respuestas en tonos de profecía o advertencia. Una funesta mañana de abril, un rayo de color rosado con tintes turquesas ingresó por la ventana, astilló los vidrios y dio de lleno en la cabeza de su real majestad. Desde ese momento ya nadie pudo entenderlo. Se había vuelto a a tal punto inquisitivo con su entorno que quería saber detalles de fragmentos de pequeños sucesos olvidados, y luego hacer análisis por porciones, por segmentos, por unidades e incluso usando números asignados a letras y operaciones de álgebra aplicada a frases, contextos, citas e interpretaciones.
El momento de la luz fue su instante de ocaso para la actividad humana y una puerta dudosa hacia esferas desconocidas y llenas de terrores pero también de salvación, redención y nueva vida.
El ímpetu con el que el rey encaraba los asuntos menos importantes solo podían compararse con el desgano con el que atendía las cuestiones de estado pero exactamente en sentido inverso.
Si un pájaro caía frente a su ventana podía con ello deducir como un oráculo, cien eventos por venir y miles de complicadas relaciones entre sucesos en apariencia sin conexión. Toleraban sus desvaríos más por temor que por comprensión pero lo curioso, lo verdaderamente extraño es que el reinado funcionaba desde hacía un tiempo a las mil maravillas.

LUDWIG ARBEITSTIER, 1877 "EL REY RAYADO" (Ed. Pannenthal)

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