Comenzó como una brisa.
Apenas se percibía una rara turbulencia en el aire, como si el espacio se saturara de movimiento.
En el gran mercado persa, lleno de colores y aromas, las personas seguían su agitado andar entre carros, cajones con frutos, bolsas de arpillera con intensos olores a incienso, canela y coco. Los toldos eran verdes a rayas con amarillo o rojos con pequeños puntos blancos.
Los mercaderes vestidos con sus atuendos gritaban sus ofertas y ofrecían su mercancía. Los miles de compradores se perdían por entre los carros y los pequeños puestos de madera mirando todo y oliendo y probando las muestras de manjares que se les ofrecían. Circulaban monedas de cobre y plata, billetes de diversos colores y aún pequeñas piedras y todo servía para el intercambio.
El viento se hizo apenas más intenso haciendo flamear las telas, embolsando las lonas como velas de un barco. Al comienzo las gentes miraban un poco sorprendidos hacia todos lados sin poder identificar el origen de aquel soplido. El cielo estaba despejado, era una mañana fresca y el sol brillaba calentando el ambiente y amarilleando los rostros. De pronto una ráfaga aún mayor hizo volar algunas tiendas ante la sorpresa de todos. Eran un poco cómico ya que literalmente el puesto de manzanas fue despedido por el aire casi cinco metros hacia arriba. Costó comprender la situación. Las banderas no flameaban y no había forma de identificar de donde procedía aquella masa de aire potente.
Otra ráfaga aún más poderosa levantó unos carros de madera con melones y éstos parecían flotar por un instante hasta que cayeron pesados como eran.
Algunos se asustaron y otros en cambio festejaban como si se tratara de una diversión preparada para su diversión.
Se oyó un temblor lejano. Como un bramido celestial que reverberaba en el cuerpo dejando a todos quietos como esculturas de barro. Fue un instante pero fue suficiente para quitar las sonrisas de los rostros y enfriar los ánimos. Estaba ocurriendo algo pero nadie alcanzaba a comprender de que se trataba.
Los vendedores comenzaron a pregonar a viva voz ofreciendo sus mercancías en un nuevo intento por no perder las ventas del día. Al rato y da a poco la multitud de visitantes volvieron a recorrer el mercado como si nada hubiese pasado pero ahora más serios, circunspectos, con un temor inespecífico a cuestas.
Luego de un rato de un pesado silencio y mientras el aire se tornaba más caliente que lo habitual, sonaron tres estallidos, un gigantesco escape de aire, una flatulencia de la naturaleza.
El cielo se nubló en un instante y los rayos aparecieron en cuestión de segundos cayendo alrededor, internándose en la tierra. Eran rayos azules y violeta, rayos rojos y rosados, amarillos como canarios y quebrados como ramas viejas. Formaron un corral alrededor del pueblo como una inmensa cárcel de barrotes de luz. Atrapados en medio de aquel espectáculo, algunos entraron en pánico y el griterío hizo aún más insoportable la situación.
Algunos llegaron a darse cuenta lo que sucedía. El viento, una inmensa masa de aire salía de la tierra. Parecía como si los poros del suelo se hubiesen dilatado y ahora desde el fondo de las entrañas del planeta emergía la transpiración terrestre en forma de soplido.
Duró menos de unos instantes pero todos supieron que de allí en adelante ya nada sería lo mismo.

PEDRO VARGAS-INZÚA VERDOSO, 1934 "LAS ESTACIONES INGRATAS" (Ed. Rommer)





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