Con desesperación, disuelto en el silencio que precede a la calamidad, Don Ruiz observó las estrellas y lloró.
Habían pasado ya muchos otoños y los recuerdos se apilaban como insectos, unos sobre otros.
En la negra espesura de sus sentimientos apenas lograba distinguir los hechos de las presunciones y mucho menos separar sus sueños de sus deseos. Implicaba a todo su entorno en una curiosa totalidad a la que denominaba vida. Y como vida era pequeña.
Descubrió una mañana con gran sorpresa que sus deseos de control y poder habían corroído las cuerdas que sostenían los escasos vínculos que aún le quedaban y a los cuales creía comandar cuando apenas lo toleraban como un error, un mal diseño, un intento fallido.
Fue creado con un propósito más noble que simplemente roer las raíces del viento. Un hermafrodita del mundo de la acción era Don Ruiz. Cambiaba y se jactaba de sus simplezas con tal vehemencia que aún dentro con aquella tosca arrogancia solo podía causar algo parecido a la ternura. Era visto como un loco, poco amable, pero no peligroso. Un millón de veces hubiese preferido que le temieran a ser considerado como una clase de involuntario tormento, apenas necesario, que los hacía reír a veces.
Fermentaba sus relaciones proporcionando el peor ejemplo y con la voz cascada y segura de los necios pontificaba y se envanecía con su propia verba, pueril y aparatosa, torpe en sus tonos y demasiado previsible en sus alegatos.
Fueron diecisiete vidas. Una tras otra hundido en un barroquismo apenas mesurado de tanto en tanto y solo por momentos demasiado cortos. Una tras otra, nacimiento y muerte, todo el escenario preparado para que interprete de nuevo al mismo personaje, con sus mismas falencias, idénticas miserias y esperables tristezas.
Debía callar y no podía. Si por azar, destino o error hubiese logrado no intervenir de manera tan inconveniente, su laceración se hubiese mitigado, formando apenas un estado acaso algo delicado, pero moderado por la neutralidad y el decoro.
Y antes de morir, casi siempre con avanzada edad, se juraba a sí mismo que si los dioses le concedían una nueva oportunidad, sabría como actuar y haría lo correcto. Llevaba más de una docena y media de juramentos rotos. Demasiados.
Los dioses no eran del todo impiadosos pero incluso sus divinas paciencias tenían un límite. No se trataba de que no le pudieran permitir otro error, era una cuestión de estilo. La soberbia y testarudez de aquel hombre lindaba con la impertinencia. Y si eran conocidos por sus poderes, sus hazañas o incluso por sus errores, los dioses nunca fueron vistos como tolerantes. No dispensaban de buena gana la altanería, al contrario una pequeña afrenta, aunque apenas insinuada había sido suficiente en épocas remotas para propiciar la destrucción de mundos enteros.
Don Ruiz estaba en mala posición. Solo, cansado y medianamente arrepentido, sentado en una mecedora observando el cielo en una noche sin luna.
Una lágrima cortó su mejilla derecha y emprendió su recorrido hacia el suelo brillando como un cristal iluminado por un fuego. Al tocar la seca tierra se produjo el milagro.
De la lágrima brotó una mariposa. Grandes alas amarillas brillantes con dibujos naranja y bordes negros se elevó hasta el cielo infinito y voló hasta perderse en una inmensidad que ahora era vacío. Negro como el oráculo de los infiernos y frío como el vientre de un animal del pantano, un espectro de ojos rojos se apareció frente a sus ojos. Distante y omnipresente expresó su furia con un rugido agudo, una rareza sonora que solo podía provenir de un mundo contiguo. Don Ruiz observó imperturbable, listo para ser llevado por mil demonios hacia la muerte en un mundo sin sombras, cuando el espectro mutó nuevamente en mariposa. La noche tan temida huía y clareaba en el campo para temor de los demonios y el hombre se puso de pie y emprendió una caminata hacia el infinito. Nunca más fue visto y su memoria fue borrada del mundo. El juego misterioso de la existencia adquirió un tono poético en medio de las rocas más duras. Nunca se sabrá si fue un perdón, un arrepentimiento tardío o inútil, o parte de un plan más ambicioso e indescifrable.


ELIZABETH TOWNSHORE, 1968 "LAS ARTERIAS DE DIOS" (Ed. Lancaster & Brody)




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