Incluso desde una perspectiva enajenada como la del rey Atos, la situación revelaba una singularidad de difícil resolución. Desde su todopoderoso trono de regente, tenía acceso a las antiguas y muy sagradas escrituras guardadas en las recámaras escondidas del templo de Aritomea. Sin embargo y aún siendo el regente de toda la isla había áreas sobre los que no tenía poder. Si bien esto le era un tanto molesto le dejaba por otro lado la libertad de echar culpas a los dueños de las llaves ocultas de los otros poderes.
Los grandes sacerdotes usualmente reverenciaban en público al rey y lo despreciaban en secreto.
Y esto, aunque pareciese extraño, era sabido por todos. Incluso la plebe hacía bromas sobre como el clero se burlaba de los reyes sean estos quienes fueran.
Había un motivo para semejante comportamiento que en otras circunstancias se podría considerar cuanto menos, audaz.
Los sacerdotes tenían poder. Pero no se trataba de un poder oculto ni una relación especial alguna divinidad sino el poder de la alquimia. Y dentro del vasto mundo de los líquidos había uno en especial que dominaban a la perfección: el veneno.
La casta sacerdotal se componía de un entramado complejo y subterráneo que era indescifrable para cualquiera que no fuese parte de aquella cofradía.
El poder emanaba en parte de un sistema tan bien armado que ni aún lo más estudiosos podían llegar a comprender en profundidad todos sus secretos.
Habían desarrollado una progresión de escalafones que ubicaba a los diferentes expertos en las distintas partes de los procesos de modo de que muy pocos tenían acceso al contenido total de determinado conocimiento.
La fabricación de venenos estaba desarrollada al máximo y era elaborado por miles de adeptos de tal forma que si alguno caía en desgracia, o era apresado, o incluso si moría, nada pasaba realmente.
Cada cófrade sabía solamente una parte de las miles de fórmulas que componían las diferentes pociones.
Así por ejemplo el hermano Abades se encargaba únicamente de la descomposición de las hojas de la hiedra mientras que la hermana Sufisa mezclaba aceites con sulfuros. A su vez los hermanos mezcladores tomaban parte en un momento del proceso solo para luego desaparecer y dejar lugar a los coaguladores, especialistas en aquella etapa del proceso.
Lo importante era que al final había toneladas de veneno. Había de todo tipo y para cada circunstancia. Venenos para reyes y para recaudadores de impuestos, los había para cortesanas atrevidas y para reinas pretensiosas; nunca faltó un líquido para poner a dormir a un traidor ni otro para que algún científico demasiado inoportuno comenzara a tener pesadillas tan insoportables que, si no lo llevaban a la locura y el suicidio, al menos quedaba desacreditado para siempre y sus elucubraciones olvidadas y perdidas.
Había venenos que no mataban. Podían inducir al amor romántico o a la compulsión histérica por la copulación. Éstos eran particularmente útiles entre los cortesanos ya que luego de aquello y de otro que actuaba como un suero de la verdad, quedaban a merced de los hombres del templo.
Había uno en especial que constituía algo así como el orgullo supremos de aquellos alquimistas de la fisiología: el "clamor". Se trataba de una pócima para inducir sueños de grandeza y una compulsión imparable de proclamarse rey, emperador o incluso hijo de un dios. Era de gran utilidad, en especial cuando algún rey se ponía difícil y la orden no podía actuar directamente en su contra. Sencillamente le daban aquella pócima a algún arribista cercano al círculo interno del monarca y en poco tiempo se estaría alzando contra la autoridad arrastrando tras sí a todo aquellos que por los efluvios del aliento que salían de su boca al hablar, lo seguían mansamente y dispuestos a todo.
Había venenos para olvidar, para recordar y para amar hasta morir. Era muy deseado el que garantizaba la fertilidad y también el que aseguraba la virilidad. Había pócimas para viajar en el tiempo, para desaparecer y para resucitar, claro que éstas últimas estaban reservadas para ellos mismos.
El rey Atos supo de éstos secretos y quiso que le entregaran una botella con una curiosa mezcla. Quería viajar en el tiempo, ser invisible y volver de la muerte.
Le prometieron que le prepararían semejante cosa con la condición de que en caso de que él decidiera no volver, les fueran entregados todos los tesoros del reino. El soberano accedió. Firmó unos documentos sobre papiro sagrado y a cambio recibió dos onzas de "berbezejo", como se conocía el preparado.
Lo bebió en inmediatamente desapareció, efectivamente la pócima había funcionado.
El único detalle que no le contaron al rey, era que ya no podría reinar. Pudo viajar en el tiempo a voluntad, ir y venir sin límites. Incluso podía morir cuantas veces lo deseara y siempre volver. Solamente, el único, pequeño pero trascendente detalle era que la invisibilidad era irreversible.

TIZIANO DE CURCCIO, 1978 "CUENTOS PARA DESTERRAR EL SUEÑO" (Ed. Sonanis)

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