No hay paz para los habitantes de dos mundos. Todos lo saben.
A pesar de eso, algunos han insistido en permanecer en el punto de fusión entre la cadencia de la materia y la ebullición del universo gaseoso.
Era extraño el planteo, un farol cambiante de sombras, espacios, deseos inconclusos y miedos paralizantes; erupciones de ansiedad y el fuego matizado del deseo arremetiendo contra la dura piedra del hecho de estar encarnado en un cuerpo con tantas limitaciones.
En el plano más sutil de los signos, se avecinaba un certero y desmesurado movimiento por los aspectos laterales de la consciencia. El andar algo errático y efímero de las visiones sin filtro de aquellos que se animaron a atisbar en las entretelas de la realidad.
Como un espectro de humo, lo conocido se disolvía en un mar de pérdidas y lejanías, y así, con la desesperación en las entrañas, los sobrevivientes se arremolinaron tras una idea de coloración fúnebre. Un par de ojos carmesí, de fuego ancho y llamas finas, lo observaban todo, lo devoraban todo.
El tiempo parecía adquirir una cualidad elástica y simbiótica que anestesiaba el presente.
Así nació, en aquel lugar, en ese exacto punto en el que la consistencia de la materia inanimada parecía fundirse en un caldo de espigas y llantos, y el viento nunca soplado se unían para forma nueva vida, un ente de cilantro y verbena, de ácido y electricidad condensada, que volaba por sobre todos los rostros reflejando el cielo en cada uno, volviéndolos tan indomables como salvajes.
Los presentes se hallaban en estado de colapso. No había certezas ni tampoco lugar para las dudas. Todas las porciones del elemento de la fundación de una nueva entidad se contraían y expandían como el corazón de una bestia salvaje. Ciertos estertores violentos hacían que cualquier idea de expiar culpas por la gracia o el perdón se hallaban fuera de lugar y de tiempo.
Irredentos y casi obscenos, con sus miradas desafiando a la muerte, los convocados se alzaron en armas contra un poder que no comprendían y que amaban con un amor más fuerte que el deseo de vivir.
Lo consideraban un acto de grandeza, de fuerza, de arrojo, de entrega y una prueba de valor.
Se abstrajeron del hecho de que una vez desposeídos de esta vida sus intenciones y hechos no serían ya de valor para la hazaña que deseaban acometer. Eran intrépidos y estaban entrenados. Sacerdotes de una religión inexistente y guardias heroicos de un rey fallecido. Se quedaron en medio de la nada, un silencio hecho espacio en el que la experiencia de hallarse en el punto exacto de la colisión de los mundos los hacía parecer inmortales.
Más no eran eternos ni habían saltado aún por encima del acantilado que los separaba de su nuevo hogar. Aún pendían sus vidas de hilos delgados sostenidos por los seres amorfos y poderosos a los que llamaban dioses. Los druidas de la lejanía, convocados para el gran rezo final, cantaban entre vientos de azufre y el vapor cálido que emergía de los lagos. Toda clase de hechiceros se reunieron allí en aquella ocasión. Druidas negros de las montañas, druidas rojos de las cavernas, hechiceros del magma de los volcanes, reyes depuestos que abrazaban con sus lágrimas a sus reinos perdidos, había brujas de las santas y de las otras, hechiceras doradas con poderes sobre el metal y damas perdidas en las obscuridad de la noche que jamás encontraron el camino de vuelta a sus palacios; había niños, todos muertos vivos sin más propósito que esperar a que se reabrieran las puertas del muro que los separaba de sus padres también muertos; había algunas hadas, algunas de las reinas del agua y también los seres de fuego que los humanos llaman salamandras; hubo visitas de sumo pontífice de los insectos sagrados: arañas benditas y moscas tornasoladas que comían de la carne de los despojos limpiándolo todo, depurando la tierra de los restos de la mortaja; había suplicantes, perdidos en cánticos infinitos cuyos lamentos ensordecían el alma y provocaban pavor; docenas de nutrias de ojos amarillos cuya inteligencia superaba a la humana y también señores de los sauces, mitad hombres y mitad árboles, cuyas raíces hundidas en la tierra lo veían todo sin ojos; las piedras tenían sus representantes a través de los entes del cobalto y del feldespato, algunos sacerdotes con ojos de ónix y collares de amatistas en sus cuellos; un solo ciervo, como un soberano de los animales cuyas vidas oscilaban entre el bosque y el éter; también voces, cientos de sonidos pulsando por encontrar el favor del alivio y la piedad; ciclotauros, inmensos como bueyes con un solo ojo que veía más allá de las apariencias y que con sus bramidos levantaban una polvareda de tierra del mundo de las ideas. En una larga fila que parecía no tener fin, se acercaban los penitentes con sus largas túnicas de arpillera y sus cruces de madera arrastrándose por el lecho de un río seco mientras que un coro de vírgenes coronadas con flores entonaban sus cánticos en tonos tan agudos que se parecían arrasar con el aire del mundo. Los dientes de los felinos cazados en los cascos de los merodeadores de las orillas colgaban de a cientos intentando inocular el miedo entre todos y las pieles de los osos, perros, lobos y comadrejas sobre las espaldas desnudas de los hombres del centro de los montes. Danzando y bamboleándose de un lado a otro se hicieron presentes los cara de hierro, inmensos seres con máscaras tan grandes que les llegaban a las rodillas y tan pesadas y horrorosas con sus dibujos con espirales y extraños signos pintados con la sangre de sus enemigos, como llamaban a sus propios hijos. El cielo se oscureció de pronto y todos miraron hacia arriba para ver las aves golpeándose con sus alas con la violencia de las rapaces en una especie de sínodo de la eternidad.
Todos estaban agrupados en un solo espacio, violentando el momento y entonces, como venido desde una hendija entre este mundo y el otro, ingresó un viento violento. Arrasó con todos. Lavó el ciclo de los tiempos y llevó a todos a los lugares asignados por la creación. El pasto arrasado, las aguas de una lluvia torrencial mojándolo todo, inundando la tierra. Setenta días de un diluvio pesado y pavoroso. Casi no quedó vida y sin embargo, bajo el manto líquido, nacían los elementos de una nueva era.
Solo la paz para los auto convocados y dolor para los ausentes. Un retrato de otro instante en la eterna rueda de fuego de la inmensidad.

MIJAEL LINEN, 1999 "DE COMIENZOS Y MUTACIONES" (Ed. Serra & Fornes)

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