No sabemos lo que nos aguarda en las profundidades de la noche.
Desconocemos el tamaño de la avaricia de sus habitantes.
Apenas si intuimos su aliento espectral, su mirada aterradora, sus movimientos desconcertantes.
Desde antes de que se contaran los siglos, han existido, ocultos a la luz, recubiertos con agrio estiércol pegajoso y húmedo, sin más noción de existir que la que tienen las piedras de los volcanes. Solo la abundante y lujuriosa percepción de un todo completo de humedad ardiente y estallidos de cera líquida que hace vibrar sus entrañas de peste y veneno.
Allí, en las nieves sin derretir, entre el acero sin forjar, divididos entre la espera y el hedor de mil años que suman mil muertes, viven o mueren sin entender la diferencia y sin interés en conocerla.
Solo comer. Alimentarse de algo o de alguien.
Caminar sobre cadáveres aún burbujeantes de vida.
No hay tanto mal como el que hierve en las entrañas de nuestras desilusiones. Un amargo resabio de tumbas pasadas por las que hemos pasado al otro lado dejando la mortaja a los gusanos y regando la tierra con nuestros propios huesos.
La serpiente camina sin piernas con su paso exacto. Excita los sentidos y parece dar luz en la sombra de la carne.
Fuegos fatuos. Imágenes. Imperfecciones de la visión.
Ilusiones reflejadas en la piedra como sombras chinescas, revulsivas y cambiantes, ácidas como el sulfuro y la bilis. Sus escamas inoxidables, brillantes como nácar, invadiendo la ternura con mordaz suspicacia, inyectando cierta dulzura que tan espesa es sospechosa.
Mirando, observando con tranquila mirada de reptil sin tiempo.
Sus ojos brillantes con la atracción de mil flores en celo, en el lento transcurrir de un tiempo inexistente como un mar sin orillas ni lecho.
Atada a la suerte de un destino más amplio y caprichoso, rodeando como espirales sin fin el vacío de la inexistencia, su trazo grueso y obsceno se pavonea confundiendo hastío banal con hidalguía.
Pero aún así, con las entrañas expuestas sobre la piel como si hubiesen dado vuelta su anatomia, se refriega con ímpetu indolente contra la columna vertebral de la consciencia.
Así, la blanda bicha calienta el espacio entre la duda y la fe, deja su marca como un líquido espeso invisible, para luego, cuando la substancia se hace frecuencia, ella inhale su ser, todo junto de un bocado para saciar su sed infinita y su hambre inmortal.
Luego de eso, solo queda algo parecido al despojo inerte, la masa necesaria con la mínima porción de vida y deseo de apagar los ojos hasta un nuevo despertar o un renacimiento en un futuro improbable.
El abandono y la miseria del alma como un cuerno sin frutas ni canto deja una estela de barro y cenizas entre las cortinas del mundo.
ERIC STEINWEG, 1944 "MIS MEMORIAS OLVIDADAS" (Ed. Leimjen & Rubin)
Desconocemos el tamaño de la avaricia de sus habitantes.
Apenas si intuimos su aliento espectral, su mirada aterradora, sus movimientos desconcertantes.
Desde antes de que se contaran los siglos, han existido, ocultos a la luz, recubiertos con agrio estiércol pegajoso y húmedo, sin más noción de existir que la que tienen las piedras de los volcanes. Solo la abundante y lujuriosa percepción de un todo completo de humedad ardiente y estallidos de cera líquida que hace vibrar sus entrañas de peste y veneno.
Allí, en las nieves sin derretir, entre el acero sin forjar, divididos entre la espera y el hedor de mil años que suman mil muertes, viven o mueren sin entender la diferencia y sin interés en conocerla.
Solo comer. Alimentarse de algo o de alguien.
Caminar sobre cadáveres aún burbujeantes de vida.
No hay tanto mal como el que hierve en las entrañas de nuestras desilusiones. Un amargo resabio de tumbas pasadas por las que hemos pasado al otro lado dejando la mortaja a los gusanos y regando la tierra con nuestros propios huesos.
La serpiente camina sin piernas con su paso exacto. Excita los sentidos y parece dar luz en la sombra de la carne.
Fuegos fatuos. Imágenes. Imperfecciones de la visión.
Ilusiones reflejadas en la piedra como sombras chinescas, revulsivas y cambiantes, ácidas como el sulfuro y la bilis. Sus escamas inoxidables, brillantes como nácar, invadiendo la ternura con mordaz suspicacia, inyectando cierta dulzura que tan espesa es sospechosa.
Mirando, observando con tranquila mirada de reptil sin tiempo.
Sus ojos brillantes con la atracción de mil flores en celo, en el lento transcurrir de un tiempo inexistente como un mar sin orillas ni lecho.
Atada a la suerte de un destino más amplio y caprichoso, rodeando como espirales sin fin el vacío de la inexistencia, su trazo grueso y obsceno se pavonea confundiendo hastío banal con hidalguía.
Pero aún así, con las entrañas expuestas sobre la piel como si hubiesen dado vuelta su anatomia, se refriega con ímpetu indolente contra la columna vertebral de la consciencia.
Así, la blanda bicha calienta el espacio entre la duda y la fe, deja su marca como un líquido espeso invisible, para luego, cuando la substancia se hace frecuencia, ella inhale su ser, todo junto de un bocado para saciar su sed infinita y su hambre inmortal.
Luego de eso, solo queda algo parecido al despojo inerte, la masa necesaria con la mínima porción de vida y deseo de apagar los ojos hasta un nuevo despertar o un renacimiento en un futuro improbable.
El abandono y la miseria del alma como un cuerno sin frutas ni canto deja una estela de barro y cenizas entre las cortinas del mundo.
ERIC STEINWEG, 1944 "MIS MEMORIAS OLVIDADAS" (Ed. Leimjen & Rubin)