El clima era tenso. En su mentón sentía la incomodidad y en la frente una presión insoportable.
Sus ojos miraban fijo, buscaban penetrar al alienígena pero ni siquiera llegaba a herirlo.
Lo habían llamado ya otras veces y siempre había resultado. Jarvis era un detonador. Su trabajo consistía en romper las defensas psíquicas de los seres capturados y derribar las defensas que guardaban sus secretos.
Era bueno, le pagaban una pequeña fortuna y trabajaba apenas algunos días por mes. Había comenzados hacía ya más de una década con la compañía y siempre había sido una garantía de éxito. Ciertamente algunos casos habían sido más complicados que otros, algunos incluso habían muerto cuando la sinapsis se interrumpía o el cerebro se negaba a soltar los datos.
No tenía un don particular ni era un mentalista. Su técnica devenía de un sencillo algoritmo que había aprendido casi por casualidad observando dibujos en blanco y negro de artistas cinéticos de los años setenta.
Una composición de espacio tiempo en la que los números implícitos en ecuaciones secundarias establecían patrones ordenadores que enviaban pulsos de luz en una escala que cambiaba con cada alteración de los parámetros físicos. Como una gangrena que se expandiera sobre la podredumbre y terminara por comerse la vida, las ecuaciones derivadas se hacían inmanejables a largo plazo. Para ello solo se trataba de estar muy atento. Vislumbrar como entre la oscuridad y la luz, con los ojos semiabiertos, el fulgor emergente que vibraba alrededor de cada ser vivo y la sombra en forma de halo azulino que rodeaba los objetos. La simpleza de aquella técnica era sin embargo intransmisible. De alguna manera se podría convenir en que Jarvis se había iluminado. 
Durante sus años de estudiante de arte, había hojeado miles de libros por miles de horas y una substancia casi material se había hecho carne de su carne en su cerebro burbujeante y en ebullición constante. El pánico hizo el resto. Los miedos más profundos salieron a relucir en forma de una catarata de elementos químicos que recorrieron el cuerpo en cuestión de segundos. Una jauría de células hambrientas de todos los elementos del cuerpo. Se consumió a sí mismo. Una guerra estalló dentro suyo y las explosiones, los choques y batallas entre bandos en medio de la sangre y entre las vísceras. El cerebro dejó de emitir su habitual llamado a la armonía y simplemente quedó en estado de observador mientras todo a su alrededor entraba en fases de destrucción y canibalismo. El hilo se cortó y en un momento dado, ya no había control, ni dueño ni bien o mal, solo la esencia de una fuerza volcánica de fuerza arrasadura intentando devorarse a sí misma.
Cayó al piso. Como una extraña suerte su cabeza golpeó de tal manera que entró en coma.
Un año más tarde y contra todo pronóstico despertó.
Como si nada hubiese ocurrido pidió jugo de piña y maní salado. Si bien estaba débil, alcanzó el control remoto y prendió el televisor para ver las noticias. Cuando entraron los médicos quedaron asombrados. Chequearon los monitores, los niveles de oxígeno y los latidos del corazón. Salud perfecta. Estaba casi mejor que antes. No había daño cerebral ni motriz. 
Al poco tiempo salió e intentó una vida normal.
Las señales comenzaron a manifestarse de a poco. Una tarde estaba en una librería hojeando libros de arte de tapas de discos de bandas de rock de los años sesenta y setenta y sintió cosquillas en las manos. Comenzó a sentir calor intenso y frío a la vez. sus ojos se alinearon de una manera extraña y se clavaron en un dibujo de Torrensen de seis toros sobre un fondo de espirales psicodélicas. Algo en su cuerpo parecido al vértigo lo arrojó dentro de aquella obra. Sintió caer por cientos de metros o por un tiempo indefinido. Una caída sin fin hacia un lugar interminable. Vio las luces blancas titilar cada vez más rápido y más intenso. Las líneas blancas y negras se sucedían con tal rapidez que parecían serrucharle la mente. Un dolor intenso en todo su sistema nervioso y la respiración agitada hicieron que de pronto todo se detuviera. Cuando abrió los ojos, vio a todas las personas como si vivieran en una cámara lenta y pegajosa. Los libros no eran libros sino terribles escorpiones y desde el techo abierto caían relámpagos de luz fulgurante. El piso era de estrellas, un vacío tan negro que le labró una angustia en el pecho tan honda que alzó las manos como para suplicar o rezar. De pronto todo acabo.
Ese tipo de experiencias le sucedieron a menudo durante un tiempo y fue el origen de su habilidad como detonador.
Le costó años de terapia convivir con su actual estado y apenas podía manejarlo. Sin embargo, la solución para el uso productivo de esta explosión lisérgica de sensaciones y conocimiento la obtuvo de un pequeño niño negro. Una tarde en la que estaba reponiéndose de un ataque de visiones varias, se sentó en una plaza. Una familia de beduinos cruzó el parque y dejaron a sus camellos al cuidado de un hombre robusto y barbudo. Se acercaron y lo rodearon. Eran casi una docenas de personas, entre ellos varios niños y niñas. Uno, de diez años se adelantó y lo miró fijo a los ojos y le dijo "-De afuera hacia adentro o al revés" - Jarvis comenzó a llorar. Como si aquellas palabras tuvieran más significado y más presencia que cualquier cosa que hubiese escuchado antes. Lloró desconsolado por horas. Se agotó de tal manera que apenas tenía fuerzas para levantarse. Finalmente lo logró, se paró y partió.
Los de la compañía aparecieron un día y simple y llanamente le ofrecieron trabajo. Jarvis tenía algunos ahorros y no necesitaba el dinero pero quería hacer algo, salir de la rutina. 
Cuando luego de un tiempo de explicaron lo que se esperaba de él, pensó que se habían equivocado, él solo era un sobreviviente de un problema médico y psicológico. Lo llevaron hasta un galpón en las afueras de aquella desértica ciudad. Allí dentro, rodeado de máxima seguridad se hallaban todas las innovaciones tecnológicas existentes. Le explicaron que poseían un detector de conciencias desarrolladas y mutaciones en proceso. Un satélite orbitaba la tierra constantemente en busca del particular ordenamiento neuronal y del campo cohesionado a su alrededor.
El trabajo era sencillo, debía inmiscuirse en las mentes de los enemigos y sacarles información.
Pero esta tarde todo había salido mal. Este alienígena era particularmente impermeable a sus poderes. Llevaba ya una semana intentando por todos los medios posibles. Finalmente decidió quitarse los aparatos que amplificaban y grababan todo en un dispositivos digitales y como si hubiese tenido un chispazo de claridad le preguntó en el idioma del visitante que era lo que había venido a hacer. La respuesta llegó como un bombazo helado "-Verte a ti, soy igual y estoy transmitiendo".

JOHN MAVILLER-GRIS, 1999 "EXTRATERRIAL PROMISES" (Ed. Phil Spector)




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