Adán miró el cielo. Semejante a un caleidoscopio, luminoso y sereno, su majestad el infinito se manifestaba de mil colores entre las formas cambiantes de las nubes. Por un instante menor al latido del corazón pudo perderse en aquella inmensidad y respirar el azul, los rosas, naranjas, verdes brillantes, turquesas, blancos pálidos y amarillos brillantes, el violeta de las amatistas y los reflejos dorados de las llamas del sol pintando el vidrio y el cristal. Vio como la brisa transformaba lo viejo en nuevo y lo nuevo en viejo y todo tan rápido que casi no llegaba a verse y pensó que tal vez por ello es que parece que no sucede nada en la gran cúpula celeste, en los instantes previos al ocaso.
La hora mágica. El instante en que los fantasmas salen a pasear y pueden ser vistos.
Lara era una joven que murió antes de su tiempo y apegada al cuerpo y a los amores y deseos se resistió porfiadamente a retirarse.
Al contrario de otras historias espeluznantes en que las almas en pena sufren y se lamentan, Lara estaba feliz con su condición de ente de plasma. Así, su único afán y que la desvelaba (aunque claro, no es que durmiera tampoco) era que Adán, su novio amado, la viera, la oyera, supiera de su parcial existencia y así se la pasaba dejando mensajes, rompiendo platos, moviendo algún objeto, produciendo un sonido extraño. Cualquier impacto le servía. Adán por su lado, distraído como era, dejaba pasar todas las señales y simplemente siguió adelante con su vida.
Conversando con otros fantasmas, Lara se enteró de que en la cortina del mundo, entre la caída del sol y el anochecer se producía, apenas por unos instantes, una condición climática única y sorprendente.
La luz se volvía de una neutralidad tan particular, que era posible espiar entre ambos mundos.
Durante mucho tiempo practicó una suerte de escenificación de su presencia para los escasos segundos que duraba el crepúsculo.
Pero por lo general ni Adán estaba atento ni Lara ejercía demasiado bien su función de aparecida.
El tiempo disipó los sentimientos y un día Lara se preguntó si no sería hora ya de partir hacia el verdadero otro mundo, el sendero de la luz, ese túnel largo y brillante del que se había escapado ya una vez. La vida de los fantasmas le parecía aburrida y sin demasiado futuro. Ante todo, ella era una chica práctica y no veía recompensa alguna en el arte de ser de éter.
Adán seguía mirando el horizonte imbuido de felicidad por estar en el momento presente de su cuerpo, alineado con todo su ser.
De pronto, en medio de aquella epifanía, y como si fuera una revelación, vio entre las nubes una forma que le hizo acordar a Lara. La observó volando hacia el sol poniéndose al oeste.
Se despidió con cariño, lloró un rato y se quedó allí parado hasta que la oscuridad de la noche lo invadió todo.
ROSA LAURA GANDINI, 2013, "EL AMOR EN TODAS SUS FORMAS" (Ed. Syrocco)
La hora mágica. El instante en que los fantasmas salen a pasear y pueden ser vistos.
Lara era una joven que murió antes de su tiempo y apegada al cuerpo y a los amores y deseos se resistió porfiadamente a retirarse.
Al contrario de otras historias espeluznantes en que las almas en pena sufren y se lamentan, Lara estaba feliz con su condición de ente de plasma. Así, su único afán y que la desvelaba (aunque claro, no es que durmiera tampoco) era que Adán, su novio amado, la viera, la oyera, supiera de su parcial existencia y así se la pasaba dejando mensajes, rompiendo platos, moviendo algún objeto, produciendo un sonido extraño. Cualquier impacto le servía. Adán por su lado, distraído como era, dejaba pasar todas las señales y simplemente siguió adelante con su vida.
Conversando con otros fantasmas, Lara se enteró de que en la cortina del mundo, entre la caída del sol y el anochecer se producía, apenas por unos instantes, una condición climática única y sorprendente.
La luz se volvía de una neutralidad tan particular, que era posible espiar entre ambos mundos.
Durante mucho tiempo practicó una suerte de escenificación de su presencia para los escasos segundos que duraba el crepúsculo.
Pero por lo general ni Adán estaba atento ni Lara ejercía demasiado bien su función de aparecida.
El tiempo disipó los sentimientos y un día Lara se preguntó si no sería hora ya de partir hacia el verdadero otro mundo, el sendero de la luz, ese túnel largo y brillante del que se había escapado ya una vez. La vida de los fantasmas le parecía aburrida y sin demasiado futuro. Ante todo, ella era una chica práctica y no veía recompensa alguna en el arte de ser de éter.
Adán seguía mirando el horizonte imbuido de felicidad por estar en el momento presente de su cuerpo, alineado con todo su ser.
De pronto, en medio de aquella epifanía, y como si fuera una revelación, vio entre las nubes una forma que le hizo acordar a Lara. La observó volando hacia el sol poniéndose al oeste.
Se despidió con cariño, lloró un rato y se quedó allí parado hasta que la oscuridad de la noche lo invadió todo.
ROSA LAURA GANDINI, 2013, "EL AMOR EN TODAS SUS FORMAS" (Ed. Syrocco)