Amaneció dorado. Temprano como los gallos cantó su himno de la felicidad. El puerto estaba vacío y aún oscuro. Las grúas oxidadas pero aún en uso, esperaban al titiritero que las hiciera vivir.
Algunos barcos comenzaban a encender sus luces, tímidos al comienzo. El olor a pescado, bruma misteriosa y gasoil llenaba el aire y la brisa refrescaba el ambiente volviéndolo liviano y seductor.
Se levantó y preparó su mate. Yerba de la buena, nada de azúcar y un termo. Bizcochos salados.
Miró por la ventana redonda de su camarote y tuvo la conocida sensación de mecerse al compás de las aguas del río. Afuera, a unos metros, una gaviotas trasnochadas insistían en sobrevolar la carga de las barcazas en busca de alimento fresco. Las redes estaban guardadas, los vidrios empañados y el rocío se había adherido a las chapas viejas para volverlas más rojas.
Paciente, Yargo se puso su camperón para el viento y como siempre, salió a la cubierta antes que nadie.
De a poco, más luces se encendían y algún que otro sonido extraño y lejano se hacía presente.
Desde que llegó al puerto se sintió con un ánimo excelente, una predisposición a trabajar y moverse.
No había sido así las otras veces. Por lo general sentía un gran dolor y molestias de todo tipo cada vez que encarnaba en un ser humano. Supuso que su alma era de alguna manera afín a los barcos; al fin y al cabo eran naves. Flotaban en un elemento tangible y blando. De dónde él venía, se transportaban de igual forma en las mareas del éter. Le parecía divertido y extraño el fenómeno de la horizontalidad. Aquellas nueces gigantes podían moverse en todas direcciones siempre que se mantuvieran en el plano movible del agua. Era extraño para alguien que venía de tan lejos y que había viajado en tantas dimensiones. Admiró la belleza de unas garzas blancas que con las alas extendidas se acercaban a unas totoras y a los camalotes varados al costado de la escollera.
También se sorprendía con un placer infinito el ver la cadenas pesadas y las anclas inmensas; en su lugar de origen no existían los metales. Lo más duro que conocía era algo parecido a las maderas y eso ya era la densidad máxima de los elementos naturales de su mundo.
No solía sentir culpa. Sin embargo y quizás solo por nostalgia y un raro sentido de la piedad, pensó en el hombre que murió para que él pudiera tomar su cuerpo. Vigilaba sus sentimientos y sensaciones con cuidado. A los viajeros no se les permitía bajo ningún concepto la crueldad o el maltrato y él se jactaba de ser cuidadoso y justo. Se preguntó cual hubiese sido el destino de aquel marinero de no haber sido intervenido con su presencia. Fue una larga meditación. No hubo conclusiones. Llevaba cientos de años investigando el universo y registrándolo todo en su bitácora casi infinita. El precio en relación a su obra era relativamente bajo: algunas vidas, gente buena pero sin destino. Cada vez que ingresaba por el portal de la vida hacia el centro del alma de una persona, aquella también obtenía algo a cambio. Su espíritu migraba pero con la visión más completa, más amplia y profunda por una sincronía con la mente del visitante. Ósmosis psíquico. Alas para almas dormidas.
RENÉ SEMILLÓN, 2012 "VISITANTES" (Ed. Fábregas & Loppresti)
Algunos barcos comenzaban a encender sus luces, tímidos al comienzo. El olor a pescado, bruma misteriosa y gasoil llenaba el aire y la brisa refrescaba el ambiente volviéndolo liviano y seductor.
Se levantó y preparó su mate. Yerba de la buena, nada de azúcar y un termo. Bizcochos salados.
Miró por la ventana redonda de su camarote y tuvo la conocida sensación de mecerse al compás de las aguas del río. Afuera, a unos metros, una gaviotas trasnochadas insistían en sobrevolar la carga de las barcazas en busca de alimento fresco. Las redes estaban guardadas, los vidrios empañados y el rocío se había adherido a las chapas viejas para volverlas más rojas.
Paciente, Yargo se puso su camperón para el viento y como siempre, salió a la cubierta antes que nadie.
De a poco, más luces se encendían y algún que otro sonido extraño y lejano se hacía presente.
Desde que llegó al puerto se sintió con un ánimo excelente, una predisposición a trabajar y moverse.
No había sido así las otras veces. Por lo general sentía un gran dolor y molestias de todo tipo cada vez que encarnaba en un ser humano. Supuso que su alma era de alguna manera afín a los barcos; al fin y al cabo eran naves. Flotaban en un elemento tangible y blando. De dónde él venía, se transportaban de igual forma en las mareas del éter. Le parecía divertido y extraño el fenómeno de la horizontalidad. Aquellas nueces gigantes podían moverse en todas direcciones siempre que se mantuvieran en el plano movible del agua. Era extraño para alguien que venía de tan lejos y que había viajado en tantas dimensiones. Admiró la belleza de unas garzas blancas que con las alas extendidas se acercaban a unas totoras y a los camalotes varados al costado de la escollera.
También se sorprendía con un placer infinito el ver la cadenas pesadas y las anclas inmensas; en su lugar de origen no existían los metales. Lo más duro que conocía era algo parecido a las maderas y eso ya era la densidad máxima de los elementos naturales de su mundo.
No solía sentir culpa. Sin embargo y quizás solo por nostalgia y un raro sentido de la piedad, pensó en el hombre que murió para que él pudiera tomar su cuerpo. Vigilaba sus sentimientos y sensaciones con cuidado. A los viajeros no se les permitía bajo ningún concepto la crueldad o el maltrato y él se jactaba de ser cuidadoso y justo. Se preguntó cual hubiese sido el destino de aquel marinero de no haber sido intervenido con su presencia. Fue una larga meditación. No hubo conclusiones. Llevaba cientos de años investigando el universo y registrándolo todo en su bitácora casi infinita. El precio en relación a su obra era relativamente bajo: algunas vidas, gente buena pero sin destino. Cada vez que ingresaba por el portal de la vida hacia el centro del alma de una persona, aquella también obtenía algo a cambio. Su espíritu migraba pero con la visión más completa, más amplia y profunda por una sincronía con la mente del visitante. Ósmosis psíquico. Alas para almas dormidas.
RENÉ SEMILLÓN, 2012 "VISITANTES" (Ed. Fábregas & Loppresti)