Cien árboles. La cantidad exacta en el número perfecto para la realización precisa.
Eso pensó el druida Absalón al llegar al bosque sagrado de sus antepasados.
Ellos habían rezado en estos bosques y por cientos de años se había mantenido intocable.
Las hadas aún recorrían sus hojas y los duendes armaban pequeñas casas cerca de sus raíces.
Las ondinas vivían en las riberas y las salamandras, hijas del fuego ascendían todas las mañanas rumbo al sol.
Flores, prados y aromas sanadores hacían de aquel lugar un espacio en donde la divinidad se hacía presente a través de cada piedra y de cada bellota, en los animales y en las plantas, serpenteaba con los arroyos y se explayaba en el único y mágico olor a menta y muérdago.
Se sentó a meditar sobre una piedra con inscripciones muy antiguas y en menos de un instante pudo contemplar en el interior de sus párpados, las estrellas, los soles, el pasado y el futuro.
Veía no solo por su imaginación sino que a través de los ojos despiertos de cada ser de aquel bosque. Un miraje de la realidad sin más filtros que la inmensidad.
Una lágrima cayó sobre su rostro y regó la tierra.
Su barba blanca y larga se deshizo en el viento. Su capa cayó al piso suave y liviana. Absalón desapareció. Su tiempo había llegado y se deshizo en la eternidad luego de ciento veinte años de plenitud y búsqueda. Un pequeño pajarillo azul revoloteó alrededor de las prendas y se elevó hacia el cielo para desaparecer en una nube.
Cientos de años más tarde, una grúa amarilla y negra con enormes ruedas avanzaba sobre los añosos árboles arrancándolos de raíz y llenando el aire de humo negro. Decenas de hombres con hachas cortaban las ramas y las tiraban sobre camiones que se las llevaban. Un gran claro comenzó a ganar el espacio y amenazaba con avanzar hacia el centro del bosque sagrado.
El contrato era para el desmonte total de la región.
Ron había nacido muy cerca de allí y de pequeño solía ir a jugar al bosque solo o con sus hermanos. Odiaba hacer este trabajo pero tenía tres niños que mantener y el empleo en la compañía de la forestal era lo único que había en la región.
Sus padres le habían contado todas las leyendas y cuentos que la tradición oral había mantenido y la mayoría ocurrían dentro del bosque. No solo había árboles y entre ellos el rey de los robles llamado Roar sino la misma esencia de la identidad de sus habitantes estaba íntimamente unida a aquel lugar.
Ron tomó aire y con fuerza arrancó otra rama con una cinta y el peso de todo su cuerpo. Al caer, rozó su rostro y le produjo un corte. Sangró. Al caer la sangre y limpiarse con un pañuelo blanco, Ron vio que la savia salía también de la rama cortada. Como un suspiro pero sin ruido.
Una lágrima rodó por su mejilla, se tiñó de rojo y fue a parar sobre la savia blanquecina.
Tres líquidos vitales se unieron en un llanto común.
La sal cristalizó todo y Ron pudo ver como una porción de luz del sol reflejaba una imagen difusa de un hombre con largas túnica y barba blanca. Desesperado y sin saber si estaba alucinando se quedó tan quieto como una roca y vio a Absalón acercarse a paso lento. Cuando estuvo a menos de un metro sintió que la sombra se unía a su propio ser y tomaba carnadura en él mismo haciendo que se sintiera a la vez extraño y poderoso. Levantó sus manos y de su garganta salió un grito tan profundo, fuerte y poderoso que vibró en todo el bosque resonando en cada rama y en cada hoja como un viento corriendo entre las hendijas de las espesura. La grúa se detuvo. Las máquinas serruchadoras se apagaron. Un rayo luminoso como el mismo sol cayó como un plasma viviente de fotones en medio de las máquinas y se hizo ver la presencia de Absalón y Ron unidos en un mismo cuerpo. Un viento comenzó a girar a su alrededor con tal fuerza que los hombres tuvieron que agarrarse a lo que pudieran para no salir despedidos. El cielo se abrió como si el azul del cielo fuese un inmenso cortinado y en pleno día dejó ver las estrellas. Así, con la tierra abierta a las profundidades siderales, el viento de la vida inhalando y exhalando con su aliento de poder, la zona se volvió oscura y los corazones rústicos de los hombres se encogieron de terror hasta que todo desapareció como si nunca hubiese sucedido.
Todo duró apenas la fracción de un instante. Parecía todos salidos de una pesadilla común. Nadie podía ni quería hablar sobre el asunto.
El hombre muerto en el piso, tendido con los brazos abiertos tenía una sonrisa en el rostro y había envejecido al menos cincuenta años.
Lentamente y en círculo se acercaron el resto de los obreros. En respetuoso silencio tomaron su cuerpo y lo colocaron sobre una gran piedra con símbolos antiguos escritos. Pusieron pasto seco y encima el cuerpo inerte de Ron.
El fuego consumió la mortaja y se elevó hacia el cielo como una plegaria. Los hombres tenían los ojos encendidos como ardientes fogatas y realizaban antiguos cánticos que ni siquiera sabían que conocían. Un humo negro y blanco ascendía arremolinándose hacia el infinito.
Se retiraron en silencio más vivos que nunca. El lugar fue abandonado y nunca más volvieron allí. Se lo declaró reserva protegida y una escultura de Ron y Absalón fue erigida en mármol allí mismo para recuerdo de todos, para honrar su memoria y como advertencia.
ROBBE O´LILIEN, 1965 "DE TERRITORIOS SAGRADOS" (Ed. Moonlight)
Eso pensó el druida Absalón al llegar al bosque sagrado de sus antepasados.
Ellos habían rezado en estos bosques y por cientos de años se había mantenido intocable.
Las hadas aún recorrían sus hojas y los duendes armaban pequeñas casas cerca de sus raíces.
Las ondinas vivían en las riberas y las salamandras, hijas del fuego ascendían todas las mañanas rumbo al sol.
Flores, prados y aromas sanadores hacían de aquel lugar un espacio en donde la divinidad se hacía presente a través de cada piedra y de cada bellota, en los animales y en las plantas, serpenteaba con los arroyos y se explayaba en el único y mágico olor a menta y muérdago.
Se sentó a meditar sobre una piedra con inscripciones muy antiguas y en menos de un instante pudo contemplar en el interior de sus párpados, las estrellas, los soles, el pasado y el futuro.
Veía no solo por su imaginación sino que a través de los ojos despiertos de cada ser de aquel bosque. Un miraje de la realidad sin más filtros que la inmensidad.
Una lágrima cayó sobre su rostro y regó la tierra.
Su barba blanca y larga se deshizo en el viento. Su capa cayó al piso suave y liviana. Absalón desapareció. Su tiempo había llegado y se deshizo en la eternidad luego de ciento veinte años de plenitud y búsqueda. Un pequeño pajarillo azul revoloteó alrededor de las prendas y se elevó hacia el cielo para desaparecer en una nube.
Cientos de años más tarde, una grúa amarilla y negra con enormes ruedas avanzaba sobre los añosos árboles arrancándolos de raíz y llenando el aire de humo negro. Decenas de hombres con hachas cortaban las ramas y las tiraban sobre camiones que se las llevaban. Un gran claro comenzó a ganar el espacio y amenazaba con avanzar hacia el centro del bosque sagrado.
El contrato era para el desmonte total de la región.
Ron había nacido muy cerca de allí y de pequeño solía ir a jugar al bosque solo o con sus hermanos. Odiaba hacer este trabajo pero tenía tres niños que mantener y el empleo en la compañía de la forestal era lo único que había en la región.
Sus padres le habían contado todas las leyendas y cuentos que la tradición oral había mantenido y la mayoría ocurrían dentro del bosque. No solo había árboles y entre ellos el rey de los robles llamado Roar sino la misma esencia de la identidad de sus habitantes estaba íntimamente unida a aquel lugar.
Ron tomó aire y con fuerza arrancó otra rama con una cinta y el peso de todo su cuerpo. Al caer, rozó su rostro y le produjo un corte. Sangró. Al caer la sangre y limpiarse con un pañuelo blanco, Ron vio que la savia salía también de la rama cortada. Como un suspiro pero sin ruido.
Una lágrima rodó por su mejilla, se tiñó de rojo y fue a parar sobre la savia blanquecina.
Tres líquidos vitales se unieron en un llanto común.
La sal cristalizó todo y Ron pudo ver como una porción de luz del sol reflejaba una imagen difusa de un hombre con largas túnica y barba blanca. Desesperado y sin saber si estaba alucinando se quedó tan quieto como una roca y vio a Absalón acercarse a paso lento. Cuando estuvo a menos de un metro sintió que la sombra se unía a su propio ser y tomaba carnadura en él mismo haciendo que se sintiera a la vez extraño y poderoso. Levantó sus manos y de su garganta salió un grito tan profundo, fuerte y poderoso que vibró en todo el bosque resonando en cada rama y en cada hoja como un viento corriendo entre las hendijas de las espesura. La grúa se detuvo. Las máquinas serruchadoras se apagaron. Un rayo luminoso como el mismo sol cayó como un plasma viviente de fotones en medio de las máquinas y se hizo ver la presencia de Absalón y Ron unidos en un mismo cuerpo. Un viento comenzó a girar a su alrededor con tal fuerza que los hombres tuvieron que agarrarse a lo que pudieran para no salir despedidos. El cielo se abrió como si el azul del cielo fuese un inmenso cortinado y en pleno día dejó ver las estrellas. Así, con la tierra abierta a las profundidades siderales, el viento de la vida inhalando y exhalando con su aliento de poder, la zona se volvió oscura y los corazones rústicos de los hombres se encogieron de terror hasta que todo desapareció como si nunca hubiese sucedido.
Todo duró apenas la fracción de un instante. Parecía todos salidos de una pesadilla común. Nadie podía ni quería hablar sobre el asunto.
El hombre muerto en el piso, tendido con los brazos abiertos tenía una sonrisa en el rostro y había envejecido al menos cincuenta años.
Lentamente y en círculo se acercaron el resto de los obreros. En respetuoso silencio tomaron su cuerpo y lo colocaron sobre una gran piedra con símbolos antiguos escritos. Pusieron pasto seco y encima el cuerpo inerte de Ron.
El fuego consumió la mortaja y se elevó hacia el cielo como una plegaria. Los hombres tenían los ojos encendidos como ardientes fogatas y realizaban antiguos cánticos que ni siquiera sabían que conocían. Un humo negro y blanco ascendía arremolinándose hacia el infinito.
Se retiraron en silencio más vivos que nunca. El lugar fue abandonado y nunca más volvieron allí. Se lo declaró reserva protegida y una escultura de Ron y Absalón fue erigida en mármol allí mismo para recuerdo de todos, para honrar su memoria y como advertencia.
ROBBE O´LILIEN, 1965 "DE TERRITORIOS SAGRADOS" (Ed. Moonlight)