La discontinuidad en la capacidad de percepción era un rasgo que sobresalía de manera notoria en alguien que poseía además la innata capacidad de interactuar con el entorno de manera eficaz.
El manejo del tiempo le era tan ajeno como podría serlo una ciencia extraña y lejana.
Sin embargo ni bien terminó su observación silenciosa de aquella situación, Andorregui se dispuso a limpiar su arma con un cuidado y una delicadeza que no parecía condecir con sus condición de sicario.
Era una profesión heredada. Su padre, su abuelo y bisabuelo provenían de una ya por entonces larga tradición de matadores por encargo.
Cuando cumplió los trece años, su padre lo llevó al campo. Allí, en una bucólica tarde, entre la tranquilidad de los pastos con aroma a menta y lavanda, tomó un calibre 45, la cargó, miró fijamente a su hijo y disparó.
El pequeño sintió el tiro en todo su cuerpo, el ruido de la explosión, el fogonazo y el humo gris oscuro que salía del caño. Hipnotizado con el evento, vio la bala salir como en cámara lenta y recorrer los primeros metros penetrando el aire y disolviendo el aire frío hasta volverlo giratorio en una suave turbulencia apenas perceptible. Siguió con la mirada la bala perdiéndose entre los árboles, abriéndose camino hacia algún lugar, en un futuro casi inmediato.
Un grito de horror lo despertó de su ensueño. A lado de él, su padre, el viejo Andorregui, estaba parado con el brazo ya colgando, el arma humeante y una sonrisa de satisfacción en los labios. Sus ojos parecían de halcón, claros y con el iris inflamado de atención; la respiración tranquila. El niño comenzó a comprender de a poco, lentamente, como saliendo de una pesadilla pegajosa que se negara a partir, que alguien, no muy lejos, había muerto.
Con la parsimonia y con un toque de elegancia, su padre le entregó unos binoculares y apuntó en una dirección. Su pequeña manitos temblaban y apenas podía agarrarlos pero ante la mirada impasible de su padre, los tomó con ambas manos y miró.
Una pequeña niña sobre la falda de una mujer arrodillada en el piso. La mujer lloraba y su cara reflejaba un dolor sin límite. En su regazo, manchado de sangre, la criatura de unos siete años, vestida con un solera blanca, se hallaba muerta y bañada de rojo.
Los binoculares cayeron al piso. El pequeño miró a su padre que continuaba con su sonrisa estampada en el rostro. La mano del padre se apoyó con calidez sobre el hombro del hijo. Una mirada de complicidad y permiso surcó el aire y se coló profundamente en la frágil y aún blanda mente del pequeño. Tomó el arma que pesaba tanto que apenas podía sostenerla. Apuntó hacia la mujer arrodillada y disparó. Cayó al piso sobre el cadáver de la niña, ambas compartiendo su salida de la vida.
El padre se acuclilló y le dijo las palabras que lo acompañarían por el resto de su vida. Le dijo que lo que había hecho se llamaba piedad.
ANTONIO MERVALLES, 1976 "LEGADOS Y OMISIONES" (Ed. Trinkgeld)