La primera era alta, con la piel adherida a la fuerza que exhalaba su cuerpo; extraña como un retrato de alguna belleza de una época remota. Ojos como lanzas, boca como miel y fresa, acaso veneno.
Su andar prefiguraba una indomable capacidad de presencia. Sublime como una estatua de mármol romana y solemne en la proposición de una ingenuidad más allá de todo límite. Imponía el entrecejo como un imán sobre su entorno, en especial con los hombres.
La segunda era la imagen del reflejo de una luna radiante.
Sinuosa. Vivaz, húmeda, firme y liviana, una candela encendida a medio tono.
Con el encanto de las agraciadas y la tristeza encubierta de una herida aún fresca. En ella las telas se quedaban pegaditas a la piel como enamoradas del contacto y parecía que algo supieran. Algo en su energía vital, en la distancia entre el calor de su piel y la frescura de su mirada daba miedo.
La tercera era la imagen viva y reluciente de una diosa del hielo. Su cabello de azafrán sobre un cuerpo perfecto. Sonrisa sobrenatural, tan lejana como una galaxia, inaccesible. Sus ojos olían a sal del mar y su piel parecía delicada como papel de arroz.
Su voz sonaba peligrosa. La quintaesencia del embrujo.
Las tres hijas de la noche eran bellas y todas estaban consagradas a la gran obra. El castillo las cobijaba,  y cada una se incluía en el proceso de un modo distinto.
La primera -las llamaremos por ese nombre para guardar sus identidades- se sentía unida por la sangre y daba la sensación de ser parte incluso de las paredes mismas de la mansión. La segunda aún estaba tanteando, un poco enamorada y algo perdida, con la noción clara de una espectro más amplio y poderoso, sufriendo la soledad de quien lleva una carga unida a su belleza. La tercera actuaba y se veía como un cometa. Aparecía por ciclos, bella y con una larga estela de perfume personal y único. Una forma más lejana de pertenecer y hacerse inmaterial.
Las tres compartían el deseo intenso de llegar a ser parte de la antorcha central, la vida líquida, el magma de la esencia, potencia vital y burbujeante del centro mismo de la galaxia que se encontraba en lo alto de la sierra sobre la cual se hallaba el edificio.
El camino estaba tapizado de sal. La natural humedad de la vida se perdía entre los cristales blancos que todo lo absorbían. Empinado y estrecho, la subida era penosa. Las tres bellas subían en silencio y cada una llevaba un pequeño fuego que protegían con las palmas de sus manos. Vestidas iguales, parecían una visión, algo casi inexistente. Fuego y viento frío unidos por un entusiasmo y la pasión, la calma y la introspección, el llanto silencioso y la cascada inacabable de un cierto candor; algo por compartir y un universo para ser bebido.
Arriba, en lo alto de una cumbre cercada por nubes oscuras, un gran aljibe las aguardaba y posado al costado un pequeño pajarillo marrón y pequeño. El ave observaba la llegada y con su pico golpeaba sobre una piedra hueca para que se oiga el sonido. "Tocatoc, tocatoc, tocatoc" y cada tres veces se detenía y observaba, primero con un ojo, luego con el otro y volvía a arremeter con su pico contra la piedra "Tocatoc, tocatoc, tocatoc" y así sin detenerse hasta que las tres estuvieron en la cima.
En encanto de ese momento era de una naturaleza sobrenatural.

ROBBY SINEAD, 2003 "BRUJAS BLANCAS" (fragmento) (Ed. Sonora)




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