El bestiario elegido por los artistas que pintaron el ingreso al templo había sido cuidadosamente seleccionado por los diáconos al servicio de la Gran Cofradía del Salmón. Según los registros de sus propios anales secretos representaban la cima de las posibilidades de realización de los meta-humanos.
El grito inicial de la vida se había transformado a través de millones de años en una inteligencia viviente, el pináculo evolutivo de la ciencia de la fusión entre la bruta materia que constituía el polvo espacial y la etérea asimilación de orden estructural que se alineaba en meridianos de energía tan potentes que su desplazamiento hacia las fronteras de lo invisible incluso creaba vida.
El juego de Dios. Así lo llamaban.
Creían que la mera existencia en los ciclos de la vida eran solamente las distracciones de la divinidad, algo así como una afición del Creador por jugar a establecer lógicas y paradigmas que luego debieran responder a sí mismas para poder subsistir. Pensaban que para cada universo, Él creaba reglas propias que se podían o no superponer con los otros mundos.
Así, en un universo imperaba la vida como una probabilidad en la que su más alta materialización posible era lo gaseoso. Miles de seres se entrelazaban en sus estructuras primarias como deslumbrantes destellos de gas iluminado por su propia irradiación. Argones, neones, flúores, todos ellos celebraban la vida fundiéndose unos en otros como matrices interconectadas y amorfas. Lo que aquí llamamos alma, allí lo denominaban viento. Fuerzas de orden pujante y siempre cambiante se desovillaban como linternas de ácido incandescente para formar nuevas constelaciones y mayores posibilidades de conformación energética. Seres vivos, interrelacionados de formas que jamás podríamos comprender viviendo sus existencias en estados de alucinación coherente en una poderosa nomenclatura tubular, corriendo sin pausa por las venas del Cosmos.
Creían haber visto en sus visiones también otros mundos.
Uno de ellos en particular desvelaba sus sueños y traía estupor a sus mentes. Los universos del acero. La materia encastrada de tal forma en sí mismo que apenas permitía el movimiento o al menos eso es lo que parecía. Sin embargo, cuando algunos de sus visionarios lograron penetrar en la lógica de los metales, también quedaron pasmados con la belleza de la lógica de la quietud y el silencio. No era ni muerte ni estancamiento sino pulsos detenidos como aire atrapado en botellones de vidrio. Purísimos e incorruptibles, descubrieron que habían sido creados como la reserva energética del Dios. La bóveda secreta del Creador. Dentro de sus mundos los cristales podían rediseñarse como poliedros fantasmagóricos encarnando los principios de la forma, el lado más luminoso del barro celestial.
Y vivían. Vibraban tan fuertemente como los campanarios de las catedrales, resonando mutuamente en un canto infinito, oliendo a humo ácido, desplegando chispas de bronce encendido a velocidades tan aceleradas que en su inmenso recorrido parecían estar quietos.
También había mundos de chicle. La elasticidad como cuerpo principal y meta en el crecimiento de cuerpos y mentes era la quintaescencia de aquella formulación de espacio y tiempo. El poder de estirarse sin fin ni principio representaba para su propia inteligencia la integración con su propia razón de ser. De tantos colores como el diseño sideral lo permitía, estructuraban sus mentes para ser ante todo, flexibles. En ese cavilar constante en el que se sumergían voluntariamente no había lugar para los desplantes de la inmadurez ni las zonceras de la vejez. Todo era posible, todo atendible, ninguna idea se descartaba ni se tomaba por cierta. Todo se constituía un inmenso balón blando en crecimiento constante. Su función en el gigantesco concierto de los placeres de Dios era que el ímpetu de la creación se viera por siempre plasmado y amado.
Eran el deleite de los ángeles de la guarda incidental, los que cuidan del diseño primigenio.
Allí iban cuando el agobio por las penas de otros mundos amenazaban con hundirlos. En ese espacio sin reglas, se sentaban en las pérgolas de oro lila para estirar sus propias consciencias y unirlas a toda creación y así, en medio del caos aparente, restablecer las líneas dinámicas de sus existencias, en medio del fragor de la eterna lucha entre sus propias luces y los oscuros vacíos de todos los mundos.
Hay cientos de miles de otros sistemas, cada uno con sus reglas, sus funciones y su sentido trascendente. Nosotros, simples viajeros estelares, apenas hemos visitado algunos. Sin embargo aún dentro de nuestra inconmensurable ignorancia tuvimos una fugaz visita a lo eterno y eso nos ha permitido ser más humildes y dejar atrás nuestros pasados arcaicos.
Los brujos nos han llevado y traído, vivos pero no ilesos. Hay un costo implícito en la iluminación y créanme, que gustosos pagaríamos el doble, el triple por millones de infinitos hasta que todas las cuentas posibles lleven al número uno.
ALEXIS GODMAN, 1956 “PÁRPADOS SIN OJOS” (Ed. Clare Mounton & Sons)