Elegir una manera elegante de morir era un lujo que no
muchas personas podían darse.
Jani Olsen era, posiblemente uno en un millón, alguien que
sabía exactamente el momento en que su deceso ocurriría: tres de marzo de dos
mil veintitrés.
Cuando tenía apenas cinco años jugaba en el jardín de la
casa amarilla con techo rojo en la que vivió hasta los seis años. De pronto de
entre los arbustos apareció una señora mayor con un bastón de madera curvada y
le hizo señas para que se acercara. Jani era confiado en extremo y lentamente
se acercó a la dama. Ella chasqueó sus dedos y de su mano salió deslizándose
una serpiente turquesa con escamas de nácar y reflejos de oro que refulgían
como coronas de ángeles. El resplandor fue tan intenso que cegó al niño como un
relámpago. En sus ojos quedaron las impresiones de mil explosiones que se
sucedían como eléctricos rayos y luces incandescentes que estallaban como
fuegos de artificio destellando en la inmensidad de una noche de verano en
Alabama.
Quedó maravillado. Un fuego lo consumía por dentro devorando
sus miedos hasta la raíz de su propia existencia. Puntos rojos torpedeaban sus
frágil imaginación marcando para siempre las huellas de la inmensidad en las
paredes de su mente. Apretó sus párpados con fuerza, de forma tan intensa que
comenzó a dolerle y sin embargo no quería detenerse. El evento duró unos
instantes y sin embargo para él el tiempo se había detenido o como le gustaba
decir “se cerraron los pasajes del ciclo a la materia y quedaron
interceptados todos los recuerdos y deseos en los intersticios de la esfera
viviente de la eternidad”.
Desde ese momento de compresión del espacio a un solo punto,
su interés por la vida cesó de inmediato. Sin embargo su entusiasmo no paró de
aumentar.
La virtual paradoja se explicaba en sus propias palabras
como “haber
muerto en vida y vivir en el vacío de la inmaterialidad sin perder la gracia de
llorar”.
Cuando la mujer desapareció de la misma manera extraña en la
que había llegado, su madre lo vio hablar con las hojas de una planta con total
naturalidad y gesticular con una rara impronta.
Tenía en su mano una cámara Polaroid y decidió tomarle una
foto. La impresión salió al cabo de unos segundos y se la mostró al niño. Jani
la miró con extrañeza y se la guardó debajo de la remera sobre la panza.
El niño entonces vio peces azules surcando el aire,
contrastes brillantes entre la bruma de fuegos lejanos, un insecto con forma de
cáscara de mango se posó sobre una rama y como si fuera inmenso y graznó muy
fuerte y del cielo cayeron cristales de hielo púrpura; también vio que los
cielos se abrían y del centro de la oscuridad detrás del manto celeste emergían
centelleantes las golondrinas de oro como si se hubiese partido el cosmos; vio
a su madre radiante como un hada con sus cabellos castaños reflejando la luz
del sol; vislumbró entre la bruma de su consciencia un toro rojo que pastaba
sobre una pradera rodeado de buitres de bronce; al mirar hacia los costados
solo consiguió ver brea negra y espesa, sus ojos pedían a gritos mantenerse
centrados hacia delante y seguir contemplando aquellas maravillas que parecían
haber sido arrojadas al azar por un dios demente.
Acuñó una frase que fue su sello y el obituario de su lápida
“Los inciertos mirajes de los mundos aledaños me han hecho hombre sin
haber llegado a cumplir siete, el pasado ha sido abolido y el futuro lo he
encontrado sin importancia, en mi presente soy apenas un fluido emergente de
las potencialidades que yacen en todos nosotros. Para el que quiera saber si
hay alguna diferencia entre la muerte y la aniquilación de los sentidos, les
hago saber que no, que no la hay, la tan temida hija de la parca no se solaza
con nuestra putrefacción sino con el olvido”
Jani murió a los seis años, tal como lo había predicho, un
tres de marzo de dos mil veintitrés dejando siete libros de mil páginas con
escritos, poesías y descripciones del otro mundo. Cien composiciones entre
ellas una ópera y seis puestas para
circo y orquesta. En su laboratorio dejó los preparados para recetas
magistrales con la cura para más de cuarenta enfermedades incluso algunas
consideradas como terminales y más de mil pequeños dibujos.
Su madre lo cremó como él había pedido, bajo el ritual de
los vikingos. Ardió por horas y su espíritu se fue con el humo negro, se
encontró con la vieja mujer con el bastón, que lo llevó hacia el cielo de donde
vino.
MAGNA LORRENA, 2001 “LA ENCÍCLICA ATEA” (Ed. Solloza &
Ventricci Ltd.)