El cielo se abrió como un cortinado de terciopelo. 
Cordeles de hilo dorado gruesos como árboles milenarios tirados por las criaturas del aire, tan hermosas y brillantes como diamantes encendidos. 
Para sorpresa de la humanidad que miraba hacia arriba fascinada, por detrás se vieron brillar las estrellas con la potencia inconmensurable de la eternidad. 
El espacio negro infinito moteado con brillantes perlas de tinte verde jade, estrellas a distancias tan inmensas que no vale la pena nombrarla. Se veía a Nínive y Málnamar, Iúride y Sotdaltar, Épsilon, Juno y Armatista. Todas ellas y muchas más. Luminosas e incomprensibles golosinas de los dioses.
Una espiral silenciosa de purísima energía invisible se aproximaba al centro mismo del ojo con la fuerza de mil tornados y la velocidad de todas las luces del mundo. El espejo de agua que era el océano parecía sereno como un manto de seda, apenas atravesado por blancas líneas de espuma que a la distancia parecían fragmentos de nubes descansando en el reverso del cielo.
Los estallidos de eléctricos azules y púrpuras se sucedían como luminarias sonoras y hacían que nos estremezcamos entre el delirio de una alegría y profunda y un leve espanto ante lo desconocido.
Éramos marineros, algunos nos llamaban astronautas o incluso pilotos siderales, pero solo éramos navegantes del Cosmos. 
Habíamos viso la totalidad y ahora sabemos que todo es solamente un inmenso mar hecho de estrellas, de luz y de oxígeno, de agua y helio, de piedras incandescentes y carbón negro; un río sin bordes, sin playas y sin final. Viajamos en la mano del todo y como dedos infinitos fuimos llevados a los rincones más extraños de varios universos. 
Las naves nunca volaron como se pensaría al verlas flotar o cruzar el horizonte, simplemente se deslizaban por la materia intrínseca que todo lo une: el mar cuántico, la estructura nuclear de la formación de la vida y el equilibrio entre los planos, la materia, los eventos y los impulsos. 
Navegamos por las zonas más ásperas y las más sombrías, recorrimos los caminos aterciopelados y nos mojamos la cara en las turbulentas aguas del Mar de los Vacíos. 
Desplegamos velas en los confines de la materia oscura y nos dejamos arrastrar por las corrientes de los agujeros negros que contrariamente a lo que se piensa no son huecos ni destructivos sino inmensas olas arremolinadas como tubos para surfear el infinito; las olas de la eternidad nos empujaron a los confines de la antimateria y nos dividimos, y multiplicamos en tantos seres y cosas como posibilidades de combinaciones existen hasta volver a ser nosotros mismos, desintegrándonos y volviendo a cohesionarnos una y otra vez y en cada ocasión con un lunar nuevo en el cuerpo o con una visión mas certera de las estrellas.
Los viajes por lo insondable se volvieron una dulce rutina. Nuestro trabajo era siempre era el mismo: mantener la nave a flote y rumbo al círculo de la luz. 
Nuestro capitán era estricto, un ser formado por mil encarnaciones que podía ser tanto un ángel inspirador como un tormento para los cobardes y haraganes. 
Él y solo él sabía cual era la dirección adecuada, cuales los vientos favorables y en donde se encontraban las trampas que hundían a los incautos. 
El capitán era mucho más que un experto, era una totalidad hecha de una singular yuxtaposición de brillo y oscuridad; la marca de la reconciliación de todas las paradojas, el bien y el mal, lo amargo y lo dulce, el espectro invisible y la materia grosera, el blando batir de las alas de las mariposas azules y nacaradas que vuelan por entre los intersticios de los mundos y la rígida impronta de los metales más sórdidos que se cuecen en las entrañas de la porción de materia del mundo ilusorio. Por momentos teníamos miedos y él nos alivianaba la carga dejándonos elegir la muerte como una opción segura, en otros en cambio nos instaba a luchar por seguir suspendidos con garras y uñas al manto de la vida. Nunca lo entendíamos del todo y su presencia se nos hacía cercana y lejana, humilde y majestuosa, cándida y astuta, audaz y prudente. 
Éramos remeros fuertes cuando lo vientos cesaban. Nuestros brazos colmados de la hidromiel del mundo nos permitían esfuerzos sostenidos y heroicos y nuestros pechos se hinchaban de orgullo luego de remar mil quinientas horas sostenidas en ritmo y vigor. 
Ahora ya estoy mayor. Sigo fuerte pero es hora que los jóvenes internautas y marineros espaciales se aventuren y aprendan y luego, así como hoy me toca a mí, leguen esta tradición a las próximas generaciones.
Venimos de un mar y vamos hacia una disolución en el magma incandescente de la consciencia. Nos desvelamos y ahora estamos ya en un lugar alejado y ubicuo, nos encontramos como fuegos fatuos viajando en un mundo repleto de gases combustibles, rumbo al último temblor del mundo de las formas. Signos de esfinges calladas, tallados en las piedras del granito más duro, juntos y separados, volando como gaviotas de insólitos azules, naranjas y amarillos brillantes como limones, vivimos en el plano remoto, en la mansión celeste, rozando el aire, hundiendo nuestras manos en el hueco de oro de la abundancia suprema en el que se tiñe de amarillo refulgente cada centímetro de piel, cada pequeño poro de nuestra piel naranja. Sabemos que sabemos. Optamos por anclar y dejar memoria y consejo. Nos vamos pero volveremos. Y para aquellos que estén preparados, tengan un pequeño bolso a mano y dentro de él elijan cinco objetos que quieran llevarse en vuestro viaje por la inmensidad. Sepan que no hay retorno, que una vez partidos ya no serán nada que conocen; una infinita piedad nacerá de su entrañas y llorarán mucho por lo que se quedan, sufrirán por la demora de los lentos y por la amargura de los tristes, se dolerán por el vacío y la añoranza de los cínicos y sentirán una gran pena por los que aún duermen arrullados por el tentador. Adiós, hasta pronto, nos veremos con algunos en las cascadas del conocimiento que caen sin cesar desde lo más profundo hasta lo más alto, y bailan los elementales de todos los tiempos y de todos los lugares, y se ríen, y los invitan a bailar la gran danza de la espiral.

MATHESON RIVEN-DRAMBUIE, 2002 "LOS CICLOS DE LA ESPIRAL" ·Ed. Yoo



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