Meridiano. Sereno. Mortal.
El eje de significación de aquellas palabras grabadas en la lápida de Teodoro Wexler podía resumirse solo si se expusiera en forma detallada los acontecimientos acaecidos durante el verano del año mil nueve noventa y nueve.
Teo, como lo llamaban prácticamente todos, era físico. Tal vez como una marca del destino o como una broma hacia sí mismo, Teo se encaminó hacia la teoría.
Nunca eligió realmente. A los doce años lo llevaron a una prueba de aptitud y casi sin mediar tiempo estaba en la Universidad Tecnológica de Meridian, en Alabama cuando aún no le crecían vellos en el cuerpo.
A los trece años diseñó un dispositivo para recalibrar el peso de los protones y así poder estimularlos para que giren a la velocidad deseada. Unos meses más tarde patentó una idea que de tan simple rozaba la genialidad: un artefacto que volaba, sin combustibles ni propulsión a base de de reacciones físico-químicas del armazón de la nave. En lugar de usar metales carbono o plásticos utilizó una mezcla de elementos que se encuentran en cualquier cocina: sal, harina de maíz, pimienta blanca y canela. Al combinar sus propiedades con una solución salina, helio y calor, logró lo que los alquimistas buscaron durante siglos, la mutación de los minerales y los elementos en otros de orden superior. Con aquellos resultados podía sin costo secundario, mantener en el aire casi cualquier objeto siempre que tuviese una hendidura en donde dejar unos gramos del catalizador.
Esa noche Teo tenía sueño. Había desgastado sus fuerzas peleando inútilmente consigo mismo a raíz de los cuestionamientos que le hicieran a su novísima idea: la máquina de concatenar episodios dispersos.
Se trataba solo de un modelo teórico, o como le gustaba decir un modelo de Teo, que aún no era rico.
Supuso -casi como un acto de fe- que si estimulaba la masa de una barra de plutonio con un imán calibrado en do menor, sus reacciones y alcances podían ser medidos a través de un electro sensor y grabar sus radiaciones como una serie de datos simétricos regidos por un orden parecido al de las notas musicales. Así, y con ayuda de un simple termómetro podría calcular a que temperatura se presentaba el desequilibrio y aplicar allí mismo un shock eléctrico que hiciera emerger las cualidades alcalinas del plutonio configurando un nuevo elemento inexistente en el planeta Tierra.
Cuando presentó la idea se le rieron en la cara y lo tildaron de chiflado. Poco faltó para que lo expulsaran de allí. Los alumnos más avanzados lo llevaron a la rastra hacia una fuente que se hallaba a la entrada y lo tiraron con ropa y todo. Cuando salió, se dirigió hacia el laboratorio para cambiarse. Allí estaba Alina, la bibliotecaria. Cuando lo vio desnudo entre los armarios donde guardaban a los cobayos, se acercó sin timidez y lo besó con fuerza. Hicieron el amor con frenesí y en el momento de éxtasis supremo, Teo pateó un frasco que nitrógeno que cayó al suelo empujando otro que contenía un líquido azul que también se derramó. En medio del orgasmo vio en su mente la fórmula que estaba buscando desde hacía tiempo. Empujó a Alina y salió corriendo sin ropa hacia su cuarto, tomó la barra de plutonio y volvió al laboratorio. Alina aún estaba desnuda y llorando sentada sobre el piso mojado. Teo ni siquiera la vio. Tomó la barra y la empapó con el líquido azul y el nitrógeno y le prendió fuego. Explotó. El laboratorio, las aulas, la universidad y los quince pueblos aledaños quedaron devastados por la fuerza de aquella bomba inesperada. Teo, Alina y cien mil habitantes murieron sin sufrir y se desintegraron casi en el acto.
PAUL D´AMMINCO-WEIR, 2004 "CIENCIA DECOMISADA" (Ed. Sef)
El eje de significación de aquellas palabras grabadas en la lápida de Teodoro Wexler podía resumirse solo si se expusiera en forma detallada los acontecimientos acaecidos durante el verano del año mil nueve noventa y nueve.
Teo, como lo llamaban prácticamente todos, era físico. Tal vez como una marca del destino o como una broma hacia sí mismo, Teo se encaminó hacia la teoría.
Nunca eligió realmente. A los doce años lo llevaron a una prueba de aptitud y casi sin mediar tiempo estaba en la Universidad Tecnológica de Meridian, en Alabama cuando aún no le crecían vellos en el cuerpo.
A los trece años diseñó un dispositivo para recalibrar el peso de los protones y así poder estimularlos para que giren a la velocidad deseada. Unos meses más tarde patentó una idea que de tan simple rozaba la genialidad: un artefacto que volaba, sin combustibles ni propulsión a base de de reacciones físico-químicas del armazón de la nave. En lugar de usar metales carbono o plásticos utilizó una mezcla de elementos que se encuentran en cualquier cocina: sal, harina de maíz, pimienta blanca y canela. Al combinar sus propiedades con una solución salina, helio y calor, logró lo que los alquimistas buscaron durante siglos, la mutación de los minerales y los elementos en otros de orden superior. Con aquellos resultados podía sin costo secundario, mantener en el aire casi cualquier objeto siempre que tuviese una hendidura en donde dejar unos gramos del catalizador.
Esa noche Teo tenía sueño. Había desgastado sus fuerzas peleando inútilmente consigo mismo a raíz de los cuestionamientos que le hicieran a su novísima idea: la máquina de concatenar episodios dispersos.
Se trataba solo de un modelo teórico, o como le gustaba decir un modelo de Teo, que aún no era rico.
Supuso -casi como un acto de fe- que si estimulaba la masa de una barra de plutonio con un imán calibrado en do menor, sus reacciones y alcances podían ser medidos a través de un electro sensor y grabar sus radiaciones como una serie de datos simétricos regidos por un orden parecido al de las notas musicales. Así, y con ayuda de un simple termómetro podría calcular a que temperatura se presentaba el desequilibrio y aplicar allí mismo un shock eléctrico que hiciera emerger las cualidades alcalinas del plutonio configurando un nuevo elemento inexistente en el planeta Tierra.
Cuando presentó la idea se le rieron en la cara y lo tildaron de chiflado. Poco faltó para que lo expulsaran de allí. Los alumnos más avanzados lo llevaron a la rastra hacia una fuente que se hallaba a la entrada y lo tiraron con ropa y todo. Cuando salió, se dirigió hacia el laboratorio para cambiarse. Allí estaba Alina, la bibliotecaria. Cuando lo vio desnudo entre los armarios donde guardaban a los cobayos, se acercó sin timidez y lo besó con fuerza. Hicieron el amor con frenesí y en el momento de éxtasis supremo, Teo pateó un frasco que nitrógeno que cayó al suelo empujando otro que contenía un líquido azul que también se derramó. En medio del orgasmo vio en su mente la fórmula que estaba buscando desde hacía tiempo. Empujó a Alina y salió corriendo sin ropa hacia su cuarto, tomó la barra de plutonio y volvió al laboratorio. Alina aún estaba desnuda y llorando sentada sobre el piso mojado. Teo ni siquiera la vio. Tomó la barra y la empapó con el líquido azul y el nitrógeno y le prendió fuego. Explotó. El laboratorio, las aulas, la universidad y los quince pueblos aledaños quedaron devastados por la fuerza de aquella bomba inesperada. Teo, Alina y cien mil habitantes murieron sin sufrir y se desintegraron casi en el acto.
PAUL D´AMMINCO-WEIR, 2004 "CIENCIA DECOMISADA" (Ed. Sef)