Apareció cuando era yo aún pequeño, quizás dos o tres años.
Recuerdo que me despertaba aterrorizado con un dolor insoportable en el plexo  como si se me hundieran los huesos para adentro,  los ojos se me abrían como diamantes circulares para poder ver, o mejor dicho, intentar ver a mi perseguidor oculto, a ese sonido que parecía venir de un subsuelo oscuro y lejano: el Bombo.

El Bombo -que en mi mente retumbaría por todos los años que viví en aquella casa de piedra y madera- se hizo presente como un majestuoso rey, como el emperador del mundo oscuro y laberíntico de mi mente infantil.  

El Bombo se presentó no solo en mis sueños sino que continuaba en mi living de la infancia, lleno de enormes muebles de madera de roble, con dragones y gárgolas tallados por todas partes y las sillas de cueros remachados con hierro.  

La oscuridad competía en presencia con el silencio. Como un frío en la médula, un espanto sincopado y rítmico a la antesala de la locura.

La mortalidad del frío vacío era de tal peso que se congelaba el ambiente de mi pequeña existencia y así, gélido, silencio y oscuro se presentaban mis demonios corporeizados, encarnados en el Bombo que latía como un corazón infinito y muerto como un pedazo de metal de las entrañas de la tierra.  

La soledad era como un espejismo en el cual no se reflejaba más que la nada y el espacio infinito de la marea eterna del sin sentido, una existencia aislada de la fuente de la vida.  

Terror a lo incomprensible, horror al eterno vacío, pánico de quedar atrapado en la esfera de lo inenarrable.  ¿Fue un sueño?  ¿Fueron muchos sueños?  ¿Fue solo una pesadilla que se repetía como un monstruo que nunca se sacia?.  

El Bombo no sabía de nada más que de atormentarme.  
Su sordo Bum – bum, seco y repetitivo se esparcía como miel agria por los pasillos de la casa y se pegaba a las paredes como moscas hambrientas.
El ciclo se repetía cada vez, siempre de noche, siempre en la oscuridad y nunca había allí nadie para rescatarme.  

Corría solo hacia debajo de la mesa a esconderme y esperar que pasara, era mucho el miedo y pocas las posibilidades de luchar con semejante enemigo, al que no veía, al que no conocía, y ni siquiera podía imaginar pero que sin embargo intuía como un agente de la desintegración de mí mismo.

El Bombo dejó de venir luego de un tiempo, ignoro si por desinterés o simplemente por que encontró más provechoso transformarse en otro miedo, en otro tormento.
La directriz de esa fuerza nunca la conocí, pero mucho tiempo más tarde logré pensar que era solo la representación de mis miedos y la sístole y diástole de mi corazón.  
Esa explicación me tranquilizó por muchos años hasta mi madurez, aunque siempre supe, en algún lugar íntimo de mi empequeñecido ser que esa era solo una explicación racional y simplona para alejar lo que en verdad pasaba y era que el Bombo –lo que sea que fuere- me estaba buscando.

AUGUST RIVERY, 1967 “LA SORDERA DE LOS NIÑOS” ·(Ed. Yammanuel & Cia. Ltd.)




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