Cuando llegó aquel hombre pequeño de rostro ajado y se inclinó respetuosamente frente a mí, intuí que había llegado nuestro momento.
Desde que partí de mi pequeño y amado país, aquel que se esconde entre palmeras de frutos dorados y cerros celosos del cielo, supe que no habría viaje alguno que valiera la pena si no volvía con un trato justo o con los brazos quebrados.
     Nos habían llegado noticias de un lejano y extraño país, un continente según decían, un mar de personas en el que todos los ojos escrutaban el futuro y apresaban al pasado en sus frentes milenarias.
     El encuentro casual con viajeros-sobrevivientes que recorrían el derruido mundo, nos reveló de una tierra gigante con un pueblo celoso llamada China, que contenía tantas almas como abejas todos los panales del mundo. Decían que era tan grande, tan inmensa, que albergaba un mundo dentro de sí misma.
     Nosotros solo conocíamos la belleza del trópico abundante, la vida plena de la naturaleza pródiga, y un viento tan santo que hasta curaba los males del cuerpo.
Nadie carecía de cosa alguna.  La paz no era un deseo sino el único estado posible.
     El viajero llegó caminando, sin prisa, sereno. Era sin duda, el chino.
     Recuerdo su actitud, delicado y cortés pero inmutable como una torre de piedra añeja.  Me miró a los ojos y me dijo en aceptable español
     - Cuando quiera usted mover a las personas de sus sillas, no las empuje, traiga ratas -.
     Y así conocí a Xieng-Tamien, el embajador- viajero de China,  hijo bastardo del emperador de la provincia de Wachan.   Debo reconocer que no me agradó el hombre, pensé que escondía algo, que su propósito era engañar, usufructuar de mi pequeño pueblo. Un pueblo que había sobrevivido a las guerras únicamente por su absoluta irrelevancia.
     Sospechaba que pagar el precio de no ser aplastado por su poderosísimo ejército –que yo imaginaba compuesto  de hombres, elefantes, tigres y hasta halcones -  sería imposible.
    El hombre seguía frente a mí, sentado a la usanza oriental: los pies cruzados sobre el piso y ambos brazos apoyados, sosteniendo un libro y unas cintas de colores: verdes, azules, amarillas y magentas, con las que no cesaba de juguetear haciendo extraños nudos y entrelazándolas con gran habilidad. 
     Saqué de mi bolsa unas piedras transparentes y verdes y se las entregué como una señal de cortesía.   El hombre forzó una sonrisa y declinó tomarlas mientras seguía jugueteando con sus cintas.
     Yo no entendí si las rechazaba, si esperaba que las dejara en el piso para luego recogerlas o si simplemente me ignoraba.  No sabía entonces que aceptarlas hubiese supuesto la compra de su honor. No había peor cosa en China.
     “Son raros estos chinos”, pensé, ¿qué querrán de nosotros?.  Me costaba entender las razones de mil quinientas millones de almas para entablar relaciones respetuosas con nosotros que apenas éramos cien mil, que no poseíamos ejército ni industrias, un país de apenas el tamaño de una ciudad mediana situada en medio de la selva más inaccesible.
     Sin embargo los chinos algo querían sin duda.  No habían sobrevivido cinco mil años sino fuera por que construían el poder con la misma habilidad con que el chino frente a mí entrelazaba sus cintas: seguro, paciente e inescrutable.
      La última guerra del siglo XXI arrasó casi todo lo que conocíamos como el mundo civilizado dejando desiertos en donde hubo ciudades y escombros en lo que llamaban “la cuna de occidente”.  
     A los chinos la guerra ni los había tocado.
     Los países de la vieja Europa fueron devastados y el imperio del norte corrió idéntica suerte.  Y sin embargo ellos, tan parecidos a sí mismos, tan callados y obedientes, habían eludido la peor conflagración del planeta.
      Al igual que nosotros.
     Claro que era diferente, nosotros fuimos ignorados por completo, tan minúsculos somos.
     Pero ellos, los chinos ¡qué portento de integración!. ¡Que disciplina para actuar!, Solo los insectos tenían esa capacidad de adaptación y vinculación, ese entendimiento tácito que hacía que cada uno se moviera a favor de su comunidad, como imantados por un poder invisible y lógico.
     Según me contó el embajador-viajero, ante el comienzo de la guerra, todos los  chinos, desde los cinco años hasta los ancianos de cien, se concentraron en una protección para su tierra bajo la forma de una burbuja azulada que cubría toda la China y la mantuvieron así por los dos meses que duró la guerra.  Increíble.
     Más de mil millones de personas, pensando y sintiendo lo mismo, al unísono.
     Una maravilla.  Una pieza de ingeniería mental y organización. La orquesta sinfónica más compacta del sistema solar, interpretando la no –acción en escala pentatónica.
     Ahora estaban en paz con el mundo, se sabían invencibles.  ¿Por qué querían entonces negociar con nosotros?  Yo seguía sin entender y mis gestos deben de haber sido claros para mi interlocutor que me miró y dijo:
     - Cientos de aves no hacen una bandada -
     Yo seguía sin comprender.
     Nuestro pueblo era minúsculo y nada teníamos para negociar, nada que vender, ningún dinero para comprar.  Sin embargo China había enviado a su embajador con intenciones de firmar tratados.  
     ¿Qué quieren los chinos de nosotros?.
     ¿Y porqué pidieron especialmente que fuera alguien que no fuese político, ni diplomático? Yo tan solo soy un simple historiador de mi pueblo.  ¿Qué quieren los chinos?. Me repetía mentalmente mientras observaba al hombre hacer trenzas con sus manos.
     - Oposición -.  Dijo el embajador – viajero como leyera mi mente.
    - ¿Oposición? – Contesté sin pensar.
    - Ustedes nos sirven de espejo, sin ustedes nos perderíamos en el vacío, en la locura de la autocontemplación vanidosa en la que caen irremediablemente los vencedores.-
     Me miró desde sus profundos, negros y milenarios ojos buscado de mi parte una señal de entendimiento y luego, levantando un poco su frente hacia a mí y casi como quien hace una confesión me dijo:
     - Ustedes nos hacen más chinos.- y sonrió apenas, una sonrisa levísima como la de una madonna de Leonardo.
Una sensación de plenitud casi erótica invadió todo mi ser y ahí comprendí.
      Me iluminé mucho más allá de mi persona, mas allá de mis preocupaciones inmediatas y de los tratados entre la China y mi minúsculo país.  Fue casi la felicidad.
-Y por eso nos dejan vivir...  – llegué a decir.
     - Somos lo que somos porque no somos como los que no son por querer ser como los que son.-
     Tardé unos instantes en asimilar la frase, tenía sentido, tiene mucho sentido. 
     -Y ¿quiénes somos nosotros para ustedes?-. Pregunté aprovechando la apertura del chino.
     -Lo que nunca seremos, y por eso necesitamos de su existencia.  El mundo terminó como era y por ahora gobernamos el mundo.  No es bueno eso.  El poder sin límites forma holgazanes y jactanciosos.  Forma amor sin lucha, placer sin dolor, fuerza sin control, todo lo que evitamos para hacernos grandes.  Rearmaremos vuestro mundo y comenzaremos por ustedes.  Cuando ustedes sean nuevamente ustedes, nuestros nietos podrán seguir siendo chinos.
     Esta explicación –aunque de una lógica purísima y racional – me produjo un miedo infinito, un pensamiento que contenía la sustancia del sentido de la permanencia.  Un conjuro de realidades. Las sentencias contenían una utopía de simplezas y pragmatismo.
     Volví a mi pueblo y conté lo sucedido.
     Los sabios me miraron y discurrieron una paradoja.
     Si los chinos eran sabios (o viejos, da lo mismo) y sobrevivieron a todos los otros pueblos con su forma de pensar, es que posiblemente tendrían razón.  Entonces si tenían razón lo más sensato sería imitarlos.  Pero, si los imitábamos nos convertiríamos en una mala copia de los chinos y entonces nos destruirían por no ser útiles a su causa: ser distintos a ellos.
     Todos fuimos a dormir y yo soñé con el ave fénix que renacía una y otra vez, dorada sobre el horizonte.


ALFONSINA SAN MARTÍN, 2012 "EL VIAJERO EMBAJADOR" (Ed. MIrabilla) 

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