Desvió la mirada con una mezcla de pudor y picardía.
Sus ojos contenían, detrás de su seguridad aparente, el recuerdo de muchas lágrimas derramadas. Sin embargo aún quedaba en ellos un destello de esperanza, algo parecido a la fe en que sus vivencias y golpes tendrían de algún modo una salida elegante, un puente al mundo de las posibilidades.
Su cuerpo era atómico. Pulsante. Rebosaba de esplendor latente.
Sus pechos apenas descubiertos y sus piernas blancas como leche de coco vibrando en el código secreto de la seducción y la sabia espera.
Toda su inteligencia corporal elaboraba sinuosos movimientos que hacían que el aire se volviera casi visible como un océano inmaterial y se contorsionara como en los momentos previos a una tormenta. Su boca tenía la firmeza que brinda la inteligencia, el entendimiento inmediato del universo de los vocablos.
Su cabello era extraño y de un claro color indefinible, la mano de la mujer interviniendo el éter.
Observaba sin sonreír demasiado, un poco a la defensiva y sin demasiada energía restante para iniciar un acto de guerra. Calma de puerto eléctrico a la espera de una señal.
La piel blanca entonando la canción de los átomos que vibran y se sacuden en silencio.
La estrategia central de su iniciativa era un misterio aún para ella misma. Buscaba los horizontes perdidos en alguna desconexión con el mundo pero aún no sabía donde ni cuando ni como y mucho menos si habría alguien para acompañarla en ese camino incierto.
Sus prendas combinaban en forma perfecta. No había nada al azar. Una suerte de sentido de unidad y coherencia le daba una cierta solidez a su pequeña pero poderosa figura.
Era sin embargo la tristeza que sobreviene al desencanto lo que la llevó hacia ese lugar, ese día y con esa impronta.

Él pensó en aquella extraña ave. La vio como un ave canora, alguna especie de colores con pulmones fuertes y canciones para compartir. La miró fijamente e inmediatamente percibió que venía acompañada de pasados y recuerdos aún frescos. Una nube alrededor de su cabeza limitaba su visión. Como un fenómeno de la naturaleza el hálito de la tormenta habitaba su cuerpo y su alma hasta extenderse hacia sus manos en forma de neblina invisible. Observó sus ojos una vez más. Ojos oscuros guardados dentro de una caja como gemas sagradas. Los escondía como si habitara en ella un fantasma que le ponía distancia de un afuera peligroso. Vivía detrás de una cortina lluviosa y gris. Los colores y la riqueza de sus accesorios brillantes solo hacían la situación más extraña, como si alguien estuviese con todo su futuro en un lugar determinado pero hubiese traído en su lugar a su pasado. Su verdadera esencia estaba dentro de las esferas negras y brillantes en el centro de sus ojos dentro de una caja sagrada guardada en el fondo de su corazón.
Así de lejos estaba y así de presente como que una parte de su totalidad pugnaba por salir y expresarse. Quería estallar, buscaba la plenitud, inmersa en el centro de un lugar inaccesible sabía que ya era hora de inventarse nuevamente, de transformar su grito de agonía en un aullido de placer.
Pero aún tenía miedo. Sabía por instinto ancestral que no estaba lista. No tenía el poder para defenderse ni el ánimo para atacar. Respiraba sobre sí misma inoculando energía en sus células, alimentándose de la paradoja, buscando en secreto el eje y la dinámica para sostener su existencia.
Luego se fue, así como vino, dejando una estela leve y perfumada. Una sonrisa apenas esbozada durante la partida y un espacio indeterminado en el tiempo, se convirtieron en un portal hacia otras esferas, la larga mano de Venus ascendiendo.

MIGUEL ÁNGEL RITO, 2000 "LAS NINFAS DELETÉREAS" (Ed. Roca & Libertador)




Entradas populares de este blog