A veces el cielo se abre y detrás de la cortina celeste se puede llegar a ver,  detrás de aquella fisura, el infinito ardor de la tempestad. Un negro tan intenso que quema los ojos. Estrellas que de tan vivas nos sacuden como un helado escozor. Hay allí, en el misterio y la lejanía, tanta vida sumergida en el éter que se expande, que con solo vislumbrar una porción de su potencia, uno queda como espectador silencioso y creyente, entregado a la experiencia de la contemplación. Un espectáculo inesperado, un manto pintado por mil pintores del Renacimiento, una copa transparente que resuena en do sostenido inundando el espacio con una vibración de metal claro y madera oscura.
El circuito de una espiral inmensa gira sobre su eje fundiendo materia oscura con fotones en una misma sustancia, que como brea blanca unta los intersticios del cosmos.
Cada explosión era como un lamento y a cada luz fulgurante venía asociado un llanto alegre como de éxtasis. Soñando dentro del sueño pensé en que los estertores de mi cuerpo invisible tenían un color magenta nacarado y azul profundo como un mar en invierno y que ambos olían a violetas.
Pigmentos de luz se estrellaban contra el lienzo interminable inoculando el germen creador en cada cuadrícula y en cada porción de grana tersa.
Nosotros, que éramos extraños y curiosos, nos aventuramos disfrazados de cometas. Volamos como lo hace la lluvia, sin presión ni desvío. Caíamos sin cesar una y otra vez unos sobre otros como ángeles apiñados en las nubes de un dios.
Y así, entre los despojos de la memoria, nos filtramos en una realidad aparte, un mundo entre los mundos, una vacío repleto de sombras.
Después de un tiempo nos perdimos. Todo era igual, no había formas sino campos estructurados como moldes de galletas, miles de diseños propuestos en un universo en donde los elementos aún no se formaban, el espacio entre las cuerdas de un instrumento, los límites inexistentes que conforman el borde de un lugar sin espacios. Dentro de cada posibilidad cabían los ciclos pulsantes de vidas por crearse y nosotros vagábamos entre sus sueños incompletos como fantasmas exiliados.
Nos divertía un poco y otro tanto nos asustaba. Descansábamos entre las copas de los árboles del pasado y corríamos como leones hacia varios futuros a la vez. Incluso de vez en cuando competíamos para ver quien llegaba primero a la línea de largada ya largamente perdida entre el polvo de estrellas.
También –hay que decirlo- nos sabíamos observados. Nuestra intuición desarrollada por el miedo y el deseo nos hacía percibir la presencia de un ojo enorme y sin párpado que nos miraba siempre y a toda hora en el más absoluto de los anonimatos. No era invasivo, ni siquiera descortés y sin embargo embriagaba con su húmedo lagrimal, a toda la eternidad.
En el camino no encontrábamos, de vez en cuando, con otros viajeros atrevidos y los saludábamos con alegría y ellos a su vez compartían su felicidad por ver seres con lo que podían compartir algo de plenitud en aquel paraje en el que el tiempo carecía de presencia. Al tiempo, como llamados por una voz inaudible, nos volvíamos a separar, jurándonos reincidir en el atrevimiento de vislumbrar los tejidos del Creador.
Era curioso como nos afectaban la ausencia de sensaciones. Nuestros recuerdos nos impulsaban a buscar los placeres del tacto y del gusto, las ternuras del abrigo y la calma de una palmada.  Todo ello era tan inexistente como apremiante la memoria de lo vivido en un tiempo lejano y borroso en una memoria que se deshacía entre el humo y el tiempo. Así al menos nos explicábamos aquella poderosa atracción a lo próximo, al evento por venir, el impacto que nos causaba la interacción entre el mundo perimetral y la esencia de todas las cosas.
Cada tanto pasaban volando a una velocidad inimaginable, bandadas de pájaros de plasma, púrpura y dorados que jugaban a estrellarse contra muros inexistentes. A cada golpe estallaba un cielo, con cada explosión se abría una galaxia. El nacimiento de cien nuevas vidas planetarias sonaba como violines alineados con el tono central del mundo. Un bramido de las constelaciones, el néctar de la creación.
Nuestro viaje se cerraba sobre sí mismo en la medida en que nos tocaba mirar lo recorrido y fijar en nuestras mentes sin forma, los impactos que nos causaba la gravedad de todos los universos colisionando entre sí sin parar, expandiendo y reventando como burbujas de perfume sideral para volver a unirse en el movimiento cíclico de las esferas.
El ojo nos hizo saber por medio de su telepática acción sobre nuestros cuerpos de gelatina que habíamos hecho un pacto, aún sin estar del todo conscientes y ese trato se firmó con la experiencia vital, la sangre del tiempo. Era tan simple como perfecto. Nunca, jamás y por ningún motivo podríamos volver a nuestras existencias conocidas. Pero en la mente de aquella inteligencia incluso la negativa tenía su puerta de escape: aquel que estuviera dispuesto a contar la experiencia en sus respectivos mundos sería liberado del juramento. Había un solo problema y era que se sabía de antemano el precio y éste era la incredulidad, el abandono y la muerte.
Parecía tan menor en aquel momento rodeado de todas las maravillas de la verdadera vida, que hoy me pregunto como es que sufro tanto pagando la cuenta de esta elección a la cual accedí de buen grado y que oportunamente me pareciera insignificante. La respuesta la tengo en mi columna vertebral y en la planta de mis pies y es que la vida de la ilusión es por lejos más provocativa, fuerte y demencialmente sensual que las notas perfectas de la eternidad.
Me entrego al designio de mi destino con la anuencia y recomendación de mis tutores celestiales y desde aquí convido a todos, a participar de la gran fiesta de las estaciones estelares.


ÍGNEO DE LARAM, 2002 “CRÓNICAS DE LA REDENCIÓN” (Ed. Lórnica)

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