Sintió el puñal. No fue discreto.
Certero, lento y pausado, se coló por la carne, traspasó el hueso y allí se
quedó, frío, helado. Cortó su respiración de cuajo. Le arrancó el deseo de
vivir. Moría a cada segundo y sesenta veces sintió el dolor. La mitad de su
cráneo contenía el residuo de algunos pensamientos, la otra mitad quedó
evaporada. No sintió su pulso. Sabía que estaba vivo porque se movía y sin
embargo sintió el aliento de la muerte a la altura del plexo. El clima no
ayudaba, la tormenta parecía presagiar desgracias y el viento arremetía con
todo. Las hojas eran arrancadas de los árboles y la lluvia invisibilizaba el
horizonte.
Su frente se le hizo ajena, no sentía
como propia ni siquiera su respiración. No estaba dormido ni ajeno a la
situación, estaba suspendido en una ingravidez del ser. No sabía como salir de
allí, apenas podía mover sus dedos, respondían con alguna dificultad y temió
que de pronto el aire lo abandonara y estallara su corazón en una implosión
nuclear. Quería ovillarse, desaparecer, convertirse en un punto pequeñísimo y
luego ser borrado. No lo asustaba tanto morir como tener que continuar. Y era
morir lo que anhelaba, una muerte liberadora, tenía algo de poético, la lluvia
y los truenos, el sonido de una guitarra y la tenue luz de las lámparas
incandescentes. Sin embargo sabía que no funcionaría, no sería una muerte
honrosa sino la consecuencia de un accionar nefasto. El problema era el plan o
mejor dicho su ausencia. Nada coincidía. No había más que inclemencias en ese
propósito. No descartó una huída total. Desaparecer una noche sin aviso, partir
lejos, sin forma de ser rastreado. Comenzar de nuevo, en algo distinto,
cosechar kiwis, pescar en barcos lejanos y quizás allí sí ser tragado por el
mar con cierta dignidad. Le preocupaba sí, la visión de algunas personas a su
alrededor. En especial la de ella. Hubiera querido conocerla en otras
circunstancias. El destino quiso que fuera exactamente en ese punto nodal de la
existencia, en el proceso de perderlo todo, una muerte prematura. El punto
central era la vergüenza, el malestar permanente, la falta de hilo en el
carretel. Llegó a sentir asco de sí mismo y lo disimulaba con conductas
elusivas. Alrededor de su cuello vivenció el dolor como la mano de un gigante
tonto. Por el amor que sentía y podía incluso palpar como si fuera de materia
es que no agotó las posibilidades de la inmolación final, y además porque tenía
la certeza de que solo sería un atajo a la perdición. Volvería y con los costes
elevados de la doble enseñanza, algo así como el pago extraordinario por
repetir de curso. La misma lección de nuevo. Insoportable, pesado, aburrido y
sin ninguna posibilidad de brillar y eso lo ponía en la condición del penitente
condenado a continuar su camino. Una verdad impresa en su frente y que veía con
la claridad de una cicatriz. Ni sus más animosos deseos de escape lo liberaban
de que en el fondo podía ver la verdad. A veces la negaba de la boca para
afuera e incluso intentaba dar señales confusas que confundieran al enemigo con
lo cual también sus amigos entraban en la zona del desconcierto.
Ella le hizo saber, sin clemencia ni
piedad alguna, que su derrotero había caducado. Sus primeras reacciones fueron
las del infante indomable o el animal salvaje. Hirió, lastimó, se defendió y
juró venganzas silenciosas. Apostó hasta las cartas más recónditas a que algún
día sería resarcido y en la plenitud de sus poderes insolaría al mundo con su
presencia. Los últimos cartuchos de una vanidad implacable que justamente lo
habían dejado parado en el vano de un portal que no conducía a ningún lado.
Sintió un miedo ancestral, algo así como
la suma de los terrores de varias encarnaciones en un mismo lugar y tiempo.
Tenía la rara y dudosa costumbre de hablar con Dios a pesar de que no era
creyente. Pidió su consejo, su guía, imploró saber la verdad acerca de lo
insondable de su propia alma. Fue sincero y recibió respuesta. No fue sino a
través de un ser humano que el Espíritu se manifestó, y, como no podría ser de
otro modo, fue una mujer. Tenía sus escudos bajos, su frente arrugada y no le
quedaban fuerzas para argumentar. Apenas podía plantear su posición sin
sentirse un impostor. Había mendigado demasiado tiempo y ya no le quedaban ni
las ganas de batirse a duelo. Volcó frente a sí mismo un papel en blanco y dejó
que la vida escriba. Podía alejarse y por momento ocultar su infinito miedo, su
incapacidad de comprender incluso aquello que creía veraz. La vista se le hizo
prístina y vio colores borrosos y formas indefinidas porque miraba en realidad
hacia adentro. Allí había mucho agua, un mar de posibilidades tanto de vida
como de muerte. Había un espacio no condensado, un límite impreciso y una
distancia difícil de medir. En ese interior había también, además del dolor
acuciante, un espacio de serenidad. Desde y hacia allí se podía contemplar la
interacción de todo lo vivo con todo lo prenatal. El germen de existencias
posibles y el futuro de todas las posibles acciones. Era como observar las
vísceras del Espíritu. No era abstracto ni un hecho metafórico. El lugar se
pobló de estrellas que llegaron a su cerebro iluminándolo todo, dejando la
huella encendida de la realidad, el vislumbre de mixtura de lo precioso y las
cenizas. En un acto de valentía decidió quedarse allí, montado en la ola
permanente de la vida interior. Sintió en la oscuridad como los planos de la
naturaleza se replegaban sobre sí mismos. Calor , comenzó a sentir calor,
fuego, respiró profundo y escuchó su suspiro. Notó que tenía las piernas
cruzadas a la altura de los tobillos y que casi no miraba lo que hacía que era
escribir. Permitió que fueran sus manos en contacto con la trama de la
existencia a través de su motricidad fluida las que decidieran cuales teclas
apretar. Miraba entonces sin ver y con el temor de que si llegaba clavar la
vista toda aquella revelación se esfumaría y volvería al pánico del carrusel
interminable.
Dientes, lengua, paladar, saliva. Tragó
un poco y continúo. La sangre no estaba detenida, sino un poco espesa y sin
embargo rellenó sus venas alimentando la pulsión de la vida. Respiraba fuerte,
de a poco volvía a incorporar un cierto nivel de orden en su sistema. Sabía con
certeza de que allí se encontraba el secreto, las substanciación de la idea. La
materia como condensación de un proceso y resultado parcial de configuraciones
de orden abstracto.
Sus codos apoyaban sobre la mesa,
levemente adoloridos y sin embargo no quería moverlos de allí. Apreciaba la
sensación de percibir su cuerpo y saber por donde circulaba la energía vital y
en que lugares tendía a detenerse. Más calor. Fuego en la cabeza, cosquilleo.
Los pulmones se le llenaron de deseos vertidos en el aire. Las sienes hicieron
su acto de presencia con un levísimo temblor y un dolor. Su plexo finalmente se
aflojó y su frente adquirió un rictus de presencia, un rasgo del carácter. Su
ojo izquierdo se cerró un poco, algo cansado de todo. Aún no aparecía la
sonrisa pero en este proceso supo que no estaba tan lejana.
La mujer le había dado un puñal y él
creyó al instante que ella misma se lo había clavado con la fiereza y con el
enojo que creía haber observado con tanta claridad y sin embargo pudo
comprender en medio de aquel naufragio que había sido él mismo quien se había
arrojado contra el filo. Cada acción y con la suma de cada pensamiento había
hecho lo imposible para ser conducido hacia ese punto en el espacio. El tiempo
se había constreñido como una malla de metal blando a su alrededor. Un retiro
voluntario aunque imprevisto hacia la zona del espasmo. Nociones como gélido,
áspero, cortante, ríspido, peligroso, ácido y amargo se le hicieron carne en la
mente y el corazón. El sueño en forma de desgano y falta de entusiasmo que
solía acudir en ayuda de su estado de impertinencia cósmica, sencillamente no
vino. Ahora sí le dolía la espalda, el pecho, los párpados y las yemas de los
dedos. El cabello lo sintió largo y pesado. Los pies se convirtieron en un
apoyo indispensable y una de las pocas cosas en las que confiar. Tenía la boca
seca. No podía calcular el tiempo de su experiencia y dudaba si quedarse o
salirse. La vergüenza, eso aún no quedaba esclarecido. El semblante enrojecido
ocultado por el arte de la seducción escondía su incapacidad y su falta de
destreza en el manejo de la vida. Tragaba saliva cada vez que oía algo que lo
llevaba a la zona de la exclusión, el ámbito en donde nada era posible y lo
único que podía aliviar era la negación. Como su inteligencia aún funcionaba
incluso en las peores condiciones, no podía cometer la torpeza de sencillamente
ignorar los visto, oído y comprendido. Por eso se desentendía del asunto. Vivía
como si no fuera su vida la que estaba sobre la mesa sino directamente como si
estuviera haciendo tiempo. Hacer tiempo, eso era casi un ideal no confesado, la
posibilidad de crear más tiempo, alargar hasta lo imposible cada situación y cada
momento. Así sobrevivía, deslindando las responsabilidades de su propia
existencia en una especia de no lugar, con la complicidad de su indudable
capacidad de vivir fuertemente el momento. El lado no luminoso del presente. La
falsedad de la vida, una superposición elíptica de pasado y futuro. El impulso
de desconocer la realidad era tan fuerte y las pruebas tan contundentes que
solo podía escindirse. Vivir sin estar, pensar sin estar de acuerdo, sentir sin
hacerse responsable del peso de todo aquello. Una fragmentación de la psiquis
en un intento desesperado por querer que todo siga su curso sin tocarlo.
Cultivaba dentro suyo una sensación de mirada prístina que terminó convirtiendo
su corazón en un una piedra transparente que sin embargo no tenía la pureza del
diamante. Esa confusión le costó demasiado. Brillaba y reflejaba luces y por
mucho tiempo se creyó luminoso. Eran mirajes, apenas reflejos de soles
perdidos, de luces ajenas y chispas de otros tiempos.
Su corazón se había endurecido creyendo
que se hacía más sólido, su mente se había ablandado sintiendo que así se hacía
más elástica. Solo sus huesos y sus músculos y tejidos hablaban con la verdad.
No había mentira en ellos ni en sus dolores, era todo tan cierto que a veces
incluso lo espantaba.
Así, en medio de un silencio pesado, de
una ausencia demasiado presente y de un instante por demás intenso, pudo ver las miles de otras caras de
la vida. Sin palabras bellas ni imágenes hechizantes, sin juegos, sin escape.
Cada cosa era lo que era. El rojo era rojo,
el aluminio suave, el olor al propio cuerpo innegable. No había ni deseo de
revancha, ni intento de resarcimiento y mucho menos y por ningún lado existía
la energía de la confrontación. Estaba sanamente agotado. Una sensación de
permanencia y sensación de peso y masa en medio de las incongruencias de la
imaginación desbocada.
Quería darle las gracias, de esas gracias
que son eternas, porque como en alguna canción, ella lo despertó de una muerte
en vida.
Blue T. Lonius, 2014, "VERGÜENZAS" (Ed. Blind Minds Inc.)