Estoy atrapado en un campo de unicornios.
Aquí la vida es dura, la plenitud salvaje y la abundancia de elementos perfora los sentidos hasta transformarlos en un conglomerado de percepciones.
Estamos en la periferia de los mundos conocidos circunvalando el Cosmos.
Conviven frutas sabrosas y multicolores con fantasmas de seres que nunca han sido y vuelan aves parlanchinas en dialécticas maniobras de tirabuzón.
También nacen bayas de los caracoles y conejos de seda flotan entre las nubes de helio.
El reino vegetal se expresa de una forma del todo inexplicable.
Nísperos astutos prolongan su existencia bebiendo la sangre del escorpión mientras los inmensos avellanos se comunican emitiendo rayos eléctricos de color violáceo.
El muérdago reina con mano de hierro el universo vegetal y el secreto de las raíces de los sauces se entrelaza con la historia misma de la creación y sus hojas cantan y lloran en la lengua de los elementales.
Lágrimas de grandes mamíferos caen al piso quemándolo todo con la furia ácida de los lamentos. Los cráteres que forman son grandes como volcanes.
El espacio es grande al punto de parecer infinito, y el tiempo se extiende como un túnel de burbujas incandescentes y violentas con olor a yodo.

Los humanos siempre hemos soñado con viajar del pasado al futuro y viceversa y aquí eso es lo habitual, aunque al carecer de las reglas de los universos tridimensionales, esto se hace un tanto intransitable y lo evitamos: hace doler la espalda.

La variante tiempo dentro de un túnel blando como la manteca es un factor ineludible y hay que andarse con cuidado, un salto apresurado o atolondrado o uno se saltea los ciclos previstos y envejece tres décadas en minutos

En un ritual que parece ser la cúspide de la tontería, unas palomas lilas de tamaño importante parecen saludar a los visitantes de las estrellas que llegan a diario en sus naves ojivales. Ellos creen que es una bienvenida y lo es para los locales: los extraños son devorados por jaurías de lobeznos hambrientos.
El metal espacial suele ser corroído con la saliva de los megadontes.
Ningún legado han dejado jamás los intrusos.
Las hazañas de los sobrevivientes son contadas en libros de papiro que guardan los archimagos

Las flores mutan a insectos y los pastos secos toman la forma de dardos que salen disparados sin aparente motivo hacia las nubes; éstas a su vez lloran y se desparraman en forma de lluvia que antes de caer a la tierra se transforman en pequeños seres luminosos y ruidosos.

Juegan en la pradera con ratones, mangostas y topos, todos ellos lidiando con su hambre imparable. Sobre el muelle se ven a menudo a la sirenas; coquetas y perversas aguardan a sus próximas víctimas.
Un dato curioso es que mueren felices. Desgarrados como animales aúllan de placer mientras abandonaban el fértil campo de unicornios.

Ellos –los unicornios- rara vez aparecen, son reservados, algo tímidos y ajenos a los inevitables conflictos de la región.

El mayor problema es el sol. No tiene horario para salir y eso complica las rutinas de todos los seres. He observado a las más fantásticas y extrañas criaturas por muchos más años que una vida humana, y lo que he visto es que todos, absolutamente todos son adictos a sus rutinas. Así que las salidas y puestas imprevisibles del astro rey los desconciertan al punto de volver a búfalos y alces en seres malhumorados. Los osos, serpientes, cabras y dragones pequeños fabrican sus propios sistemas de adaptación.
Hay unos seres pequeños como gnomos –aunque no lo son ni se quieren con ellos- que sonríen crónicamente a las piedras mientras los demás los miran en menos. Un día me di cuenta de que las piedras contestaban tales muecas con una irradiación de sus propios minerales en forma invisible que hacían que se adhirieran a estas criaturas y por lo tanto estaban siempre bien nutridas.

El problema de los viajeros sigue sin resolverse.
Todo el tiempo nos visitan nuevos inmigrantes, casi todos del mundo real y la mayoría de ellos definitivamente locos.
Expulsado o autoexiliados, vienen al mundo coyuntural de la evasión a buscar solaz para sus desvaríos. No los queremos. Sabemos que nos dañarán tarde o temprano. Son fantasiosos y volados, livianas mentes sin ancla que deambulaban por los espacios de los mirajes de la imaginación  y se sienten atraídos por nuestro mundo, Vienen en calidad de peregrinos. Sin embargo, ellos no podrían adaptarse y lo supimos tiempo atrás cuando los primeros visitantes terminaban locos de remate, revolcándose entre el barro o arrojándose de los riscos para matarse sin poder comprender que aquello no funciona: aquí incluso los muertos están vivos.
No es posible morir, sí en cambio es muy común fallecer.
Hubo desde tiempos remotos duelos, entierros y algunos preferían ser cremados al fuego del volcán pero morir finalmente, era imposible.

Las moléculas se desactivan y pierden su cohesión, los átomos abren sus puertas a sus hijos y comienzan a flotar en el viento de la  eternidad.
Así, pasado un tiempo se convierten en otra cosa, algunos en ostras brillantes y  otros en puentes y los menos afortunados en la cáscara de alguna de las suculentas frutas de la isla.
Eso por supuesto es también transitorio, a su vez vuelven a deshacerse para volver en forma de gallina o de pato y algunos en forma de terribles monstruos calvos. Se declaran incomprendidos lo cual es cierto desde todo punto de vista, el sistema no puede contenerlos y los usa como alimento. Absorbidos y excretados sin cesar en una oleada de infinitas muertes a medio cocinar.
Atrapados, viven sus sueños en el mundo de la irrealidad, aún peor que en sus mundos locales. Allí al menos tenían la voluntad de escapar, de evadirse, olían la trampa mientras que aquí eran el flujo viviente que no dormía ni velaba.

El ciclo se repite una y otra vez, de pronto como de la nada, en un espacio en sí mismo cerrado como si estuviéramos en un domo absurdamente grande, se abre un hueco en forma de media luna y por allí entraba un hombre o una mujer.

Entran vestidos como lo hacían en sus mundos por lo que deduje que las diversas formas de viajes interdimensionales de alguna manera extraña no afectaban a la ropa.
Era un pensamiento algo incoherente puesto que sí sabía que todo aquello que viajaba hasta aquí se veía transformado. Finalmente y luego de mucho tiempo de observar noté algo que conmovió profundamente: no ingresaban con ropa, no ingresaban con carne, no ingresaban en absoluto. Lo que sucedía era que los espejismos de sus memorias en el particular momento en que cruzaron el umbral les creaba una ilusión cuya única base era un pudor primario, un deseo de no verse expuestos. No tenían miedo al ridículo, ni a los golpes, habían sido odiados, burlados, desestimados, ignorados, maltratados y estigmatizados; podrían aguantar el desplante, la mofa, la brutalidad y el escarnio, incluso el desdén, pero ninguno soportaba ser vistos desnudos.
Hay algo de realidad en el cuerpo que los deja perplejos frente a extraños, incluso aunque no los hubiere.
Al comienzo caminan como sonámbulos entre venados, manatíes, corales flotantes, nubes que cantan y vientos que abrazan con calidez; pisan sobre algodones rosas y se sienten flotar entre cientos de camarones y peces con ojos de guindas.
Cuando tienen hambre algo parecido a un maná cae del cielo en forma de burbujeantes pimpollos de flores nutricias. Hay, arrollados a los costados de los caminos unos camaleones de colores que al revés de lo pensado intentaban no camuflarse sino hacerse vistosos y llamativos.
El aroma a vainilla lo inunda todo. Los arces y las begonias conversan abiertamente sin esconder su simpatía.
El mundo gira sobre sí mismo como un disco gigantesco y la maravilla de las multicreaciones se perpetua por todos lados en el ritual descabellado de la abundancia.

Ciertos animales se vuelven humanos y algunos humanoides adquieren propiedades propias del reino vegetal.
Los tíngaros habían sido una raza pequeña de seres muy inteligentes que habitaban en cabañas hechas de luz. Cantaban canciones acerca del universo de los enredos y formaban corros enormes en donde todos bailaban y jugaban. Con su inmensa energía creaban la comida que necesitaban mientras a su alrededor bellos pájaros se agolpaban para flotar como nieve en las cercanías de los pueblos que habitaban. Un día, sencillamente se cansaron y decidieron en conjunto hacerse de éter. Abandonaron sus cuerpos y se fundieron en un gran ser compuesto de miles y miles de unidades primarias individuales. Una gran luz brilló en el campo y todos creímos que se había creado una nueva constelación. Al tiempo, lamentablemente el peso específico de aquel ser creado hizo que cayera a tierra y se volviera tosco y pegajoso. Se hizo malo y comenzó a comer árboles enteros y también los pocos mamuts que habitaban el lugar y no porque tuviera hambre. El monstruo se había vuelto cruel y no quedó más remedio que hacerlo desaparecer. Para ello le tiramos bolas de nácar con un ungüento de brea y semillas. El impacto redujo de inmediato a ese ser desmesurado y lo transformó en lo que hoy conocemos como juncos.
Desmesurado, vasto y envolvente, el lugar atraía a todas clase de seres desquiciados, intrépidos y sofistas. Sin embargo al llegar sufrían una rara desilusión: la lógica interna del sistema respondía a patrones muy precisos  que sin embargo se desactualizada como una cadena de eslabones rotos, algo así como una esfinge sin acertijos. La posibilidad remotísima de que alguien pudiese volver a su propio mundo anulaba la interacción del deseo. Nadie había nunca querido siquiera revertir la situación ni intercambiar la ecuación hacia nociones más móviles. El centro del asunto seguía siendo el estado de infracción permanente de la situación.

Afuera mientras tanto regía la ley de la abundancia restrictiva. Había de todo y mucho más era altamente improbable que alguien pudiese abarcar esa magnitud. Así, los barcos podían encallar en polvo de hielo seco mientras las águilas sobrevolaban los hormigueros y las acacias trituraban a los insectos con sus poderosas garras. Desde el fondo mismo de la tierra húmeda surgían raíces coloridas y firmes. Algunas emitían sonidos complejos parecidos a complicadas melodías interpretadas por virtuosos del chelo, otros en cambio mutaban sus colores con tanta rapidez que desaparecían por completo mientras una tercera categoría parecían vibrar con el intrincado sistema de los olores y allí había dulces aromas ahumados mezclados con incisivos y penetrantes vapores que herían el interior de la frente.

Llegué allí por error.


LIZ SCHEIN, 2001 (LOS METAMUNDOS, Ed. Zara & Jake Ltd.)

Entradas populares de este blog