Y la caza comenzó en segundos. Estallaron
los muros invisibles que lo contenían todo y salvajes, salieron los
inquisidores con la misión manifiesta de ahorcar hadas y encubierta de robarles
sus alas.
El horror que aquellos humanos sabían
producir se debía en parte a su increíble e impudorosa capacidad de mutilar sus
propios juicios. Arteros y crueles, se hallaban entre las mujeres y hombres más
sagaces e imbéciles que diera la raza.
Comenzaron por los bosques, limpiaron los
valles y los ríos, siguieron por la montañas y los prados. Cientos y miles de
hadas enjauladas y torturadas, mutiladas y sin ojos eran llevadas en jaulas de
diamante hacia la gran capital y exhibidas con orgullo por los tenebrosos
siervos de la Cúpula.
La masacre comenzó el día en que los
esbirros de la orden recibieron el informe final con la contundente resolución
y condena: matar a todas las hadas.
Habían sido halladas culpables de delitos
que ni siquiera existían en código alguno, fueron acusadas de sembrar ideas,
abrir corazones, implantar colores y arrullar niños. La sentencia dictada por
un comité de sabios ya tan amargados que apenas el rictus de una sonrisa
aparecía se miraban con desprecio y fue unánime: caza, mutilación y castración
de todas las hadas que permanecieran vivas para la noche del 4 de diciembre.
En su inocencia las hadas del bosque
pensaron que se trataba de otro juego de escondidas, de una forma amable de
encuentros en las tierras del esplendor. En muy poco tiempo vieron como caían
frente a ellas sus hermanas y amigas, sus hijos y amados. Una tras otra eran
traspasadas por flechas envenenadas y juntadas como estiércol si aún vivían
para ser llevadas como trofeos en jaulas a prueba de todo escape.
En menos de doce horas, se eliminaron de
la faz de la tierra un millón de hadas. La hecatombe sulfurosa y jugada maestra
del mal se había disfrazado de orden y caridad y a las buenas gentes de los
pueblos habían prometido innumerables medicinas con alas de hadas y así,
absortos pero para paralizados, los pueblerinos vieron morir el encanto y la
maravilla, el lazo secreto entre ellos y la inmensidad de la tierra.
Las hadas que aún eran fuertes y pudieron
resistir el primer embate fueron encadenadas y llevadas entre latigazos a las
mazmorras de la Ciudad Cúpula.
Hadas muertas y hadas enfermas eran
acumuladas en prisiones malsanas repletas de escorpiones e insectos, caracoles
infectados y hormigas letales. Allí esperaban pudrirse y morir en el mundo de
los hombres.
Las paredes eran de piedra inexpugnable
con la humedad chorreando agua negra por las fisuras llenas de verdín y
babosas. Apenas podían respirar de lo apretadas que estaban y el hedor era
inmundo como las sales del infierno más espantoso.
De lejos se veía una torre muy alta de la
que salía un humo infecto y denso y los gritos agudos de sus lamentos resonaron
por años en los oídos de todos los testigos.
Se lo llamó El día de la Hadas Muertas.
Su condición de criaturas de la naturaleza las hacía ser admiradas por unos
cuantos y odiadas profundamente y en silencio por muchos. Sus sonrisas, sus
pieles luminosas, los ojos brillantes y coloridos y sus mejillas rosadas
contrastaban con la amargura de los corazones podridos y embalsamados en vida
de sus perseguidores.
Cada parte del cielo lloró y las hojas se
conmovieron y las plantas se apagaron y marchitaron y los ríos se secaron. Las
criaturas del bosque lloraron por primera vez sin saber que cosa era el llanto.
Ciervos, gatos, mapaches, oseznos, liebres y pajarillos se golpeaban la cabeza
contra los árboles en señal de inútil protesta. El río amaneció con peces
muertos flotando a la deriva y el verde de los arbustos se hizo gris y oscuro.
Las abejas abandonaron la zona y nunca
más volvieron y los colibríes se dejaron caer, muertos al piso sin deseos de
volar. Aparecieron los espectros de la noche. Seres invertebrados animados por
fuerzas oscuras y avanzaron sobre la piel de la vida carcomiendo todo los verde
y cada parte de color hasta untar con una grasa espantosa y pegajosa los pastos
y las flores. Envenenaron las aguas con hedor del demonio. Cavaron pozos a modo
de sepulturas y allí dejaron caer a las aves coloridas que aún se atrevían a
cantar. Los espectros se abalanzaron sobre los frutos de la creación y
reclamaron para sí su reino. Y esta vez no hubo hadas que pudieran contener su
avance. Los seres guardianes de la morada del verdor habían sido atrapadas por
los hombres que una vez más infringieron dolor a la tierra. Atormentados por la
noche interminable, algunos animalillos se mordieron las patas hasta arrancarse
la carne y murieron desangrados. Pequeñas alimañas se arrastraron por las
cortezas de los pinos para chupar la vitalidad de su centro y en poco tiempo
los añosos árboles morían como disecados desde su mismo centro.
Los gobernantes decidieron que para
muestra pública quemarían en una gran hoguera a las hadas restantes, en parte
para mostrar su propio poder y en especial para borrar de la faz de la memoria,
la presencia de seres que no se sometieran al arbitrio y designio de sus
majestades humanas.
Formaron una gran pira y la llenaron con
madera. En carros tirados por caballos trajeron las cien mil hadas restantes.
El pueblo se congregó sin saber que esperar y con la difusa conciencia de que
algo no estaba del todo bien. Algunos preguntaron a los gritos y recibieron el
firme garrotazo en pleno rostro por parte de los guardianes de la ley. Aquellos
que se animaron a proseguir con alguna protesta fueron rápidamente detenidos.
El fuego ardió como un sol en la noche.
Las llamaradas crecieron como bestiales lenguas de serpiente. El humo se hizo
tan espeso que apenas se podía ver. El primero carro con hadas encadenadas fue
arrastrado y allí las dejaron para ser devoradas por el fuego encerradas y sin
esperanza. Los gritos y aullidos se grabaron en la piel del alma de cada
persona y en especial de los niños que habían sido obligados todos a asistir al
infame espectáculo.
Las lágrimas caían por sus mejillas y
miraban a sus padres en busca de una explicación que no existía. Algunos
sufrieron espasmos y otros se quebraron entre vómitos y llantos interminables.
Los más valientes contemplaron sudorosos aquella muestra de barbarie controlada
dejando que sus retinas se derritiesen junto con cada alma de hada que se
desgarraba de dolor.
La noche se iba muriendo y la muerte se
había adueñado del lugar y de los corazones de todos. Ninguna gloria, nada para
festejar, solo inmensa tristeza vaciando los sentidos de sentido. Algo aún más
repelente que la podredumbre, una innombrable sombra de la sombra. El misterio
de ya no ser, la hiriente descalcificación de la existencia, con los huesos hechos
agua y la contundencia de lo atroz convertido en acción organizada y aceptada.
Las hadas murieron, todas ellas.
Y ese fue el comienzo del olvido, del
destierro de las ilusiones, el retorno de los seres abyectos que habían sido
expulsados de la vida. Así nos perdimos y así moriremos: cansados, avergonzados
y sin nada que añorar más que la destrucción final como única forma de piedad.
LARS VAN ATENBRUGH, 2002 “HADAS MUERTAS”
(Ed. Biztenroy & Farmood)