Fuimos paseantes de la existencia. Vulgares en muchos aspectos, quizás banales. Aún así construimos con huellas los pasados que otros transitaron.
Algunos se sintieron inspirados a cantar o bailar, a saltar desde rocas elevadas en aguas transparentes; otros prefirieron respirar en vientos agitados, cruzar fuegos ardientes o mirar con desconcierto la caída del mundo. Los hubimos curiosos y chispeantes, los hubo vergonzosos y taciturnos, ávidos de experiencias mortuorias, increíbles y lúgubres pasajes a inmortalidades dudosas; los hubo expertos en el discurrir incierto y efímero, algo así como soldados líquidos.
Entre nosotros había ventajeros, mujeres y hombres que sabían cortar la tajada antes que otros y sin embargo apenas repuestos de se natural avaricia se sobreponían compartiéndolo todo.
Así nos adentramos en la selva de existencias diversas, siempre mezclando lo sutil con lo más húmedo y oscuro de la materialidad, a veces con el columpio en el norte, a veces en el sur. El vértigo de la caída nos hizo permeables.
Transitábamos por las avenidas sin miedo con la consciencia de que seríamos rescatados por ángeles en caso de requerirlo aunque sabíamos que nadie pediría semejante cosa. Saberlo sin embargo nos imbuía de poder.
Nos bañábamos en conjunto en gigantescas duchas colmenares, nos veíamos desnudos, vibrantes, vimos nuestra piel y nuestro sexo, nuestras gargantas y pelos, ombligos y uñas. Habíamos visto y sentido la abundancia, el placer de la multiplicación incesante de los favores de los sentidos, éramos de cuarzo y ébano, suaves como la piel de la serpiente y veloces como mantarrayas.
Aún así no pudimos sobrevivir. Nos mataron uno a uno. Fuimos un error y pagamos caro nuestro deseo invertebrado de correr con los ciervos en mitad de la ciudades. El ocaso fue para nosotros un dedal lleno de luz. Veíamos en los demás el juego obsoleto de ganar y perder y creímos que podíamos ser más fructíferos. Pero fuimos distantes, soberbios, en cierto sentido vetustos.
Algo en nuestras raíces nos aferraba al centro de la tierra, un humus de pánico, electricidad marrón.
El cielo se nos hizo esquivo. Creímos que nuestra madre era inmortal y eso fue un error, ella era en verdad una diosa pero aún ellos mueren.
Creímos que nuestro padre era bondadoso y también nos equivocamos, era magnánimo y poderoso pero no había bondad ni amor en él.
Creímos que nos amábamos y otra vez erramos. Nos quisimos e idolatramos. Nunca conocimos el amor.
Fuimos una pulsión de luz hecha carne. Fuimos los creadores de la creación. Hicimos este mundo y miles más. Y aquí, en medio de la soledad, distanciados unos de otros en la lejanías del universo, nos extrañamos y esperamos.
Algún día el Cosmos volverá a condensarse como un magma de gas y espléndidas explosiones.
En cien mil millones de eones.
Mientras tanto, los que fuimos humanos, gatos persas, ayudantes de Dios, polvo de estrellas, hielos eternos, hojas muy verdes, gusanos y almejas, valles, moras, carbón y miel, coronas talladas, semillas, telares con unicornios y escudos, lanzas afiladas y bestias marinas descomunales, antárticos, atlantes, sumerios, cordilleranos, cazadores, marinos y ángeles de la guarda, nosotros, que lo fuimos todo, nos arrodillamos frente a la oscuridad a pedir un deseo, el más perfecto, el más oculto. Nos entregamos a la rueda imparable de la creación y con ella esperamos el retorno de los brujos y el renacimiento del todo.

ALEXANDER IMEROVIAN,  2013, “Las sendas del retorno” (Ed. Suzterman & Weiss)

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